Suelen acudir a mi ventana, mientras desayuno, una o dos gaviotas por si consiguen algo desde la ranura abierta en el cristal de la izquierda. Al principio, aun con la fijeza de sus ojos amenazantes, no gruñían en el alféizar porque alguna hebra de lo que estaba comiendo les llegaba. Pero después llegué a la conclusión de que no era yo el padre de las criaturas y dejé de asistirlas en la comida que ellas daban por merecida.
Desde entonces una continua agresión de picos en mis cristales, babean e intentan traspasar la doble hoja que les distancia de mi café con leche y las tostadas.
Se ponen delante reivindicando a lo que ellas creen tener derecho. Si tuvieran pistolas, apretarían el gatillo con la pluma de las últimas alas. Son vengativas y, en la playa, se llevan lo que pueden de los bolsos abiertos o picotean los bocadillos que asoman.
He llegado fácilmente a la conclusión de que son gentuza y si le das lo que piden, cada día piden más. Odian de tal manera que, cuando se comparte con ellas el desayuno, quieren todo para sus vientres insaciables. Tras su pico, hay una dentadura que despedaza… Mejor olvidarlas, aunque reclamen, repulsivas, lo que no les corresponde.