Todavía viven en Buenos Aires muchos amigos de Lorca (2)
Eva Franco o la elegancia del recuerdo
Tenía entonces setenta y ocho años y era dueña de la palabra y del gesto. En sus manos hay una irrepetible ternura, la misma que en sus ojos. Va y viene por los largos pasillos del ayer con la misma seguridad que un porteño por la calle Florida. Eva es una señora. Eva Franco es la gran dama del teatro argentino, y con un pudor de niña antigua apenas si sonríe cuando se lo digo.
—Lorca, yo la he llamado para hablar de Lorca, señora.
Y enseguida cierra las manos buscando la hora de aquel reloj que lleva sujeto a la muñeca delgada de cuando era joven:
—Federico había tenido un éxito increíble en el estreno de sus Bodas de Sangre. Sus conferencias fueron luego el asombro de Buenos Aires. Mi padre, José J. Franco, quería poner en escena La Dama Boba, de Lope, que García Lorca había adaptado respetando escrupulosamente el contenido y achicando los versos. Como es natural, mi padre quiso que fuera yo quien la estrenara. Compartían la escena Enrique Serrano, Angel Magaña, Gerardo Blanco, Olimpio Bobio, Rosa Catá, Carlos Buier … Y la dirección para el estreno corría a cargo, naturalmente, de Federico.
Eva cierra ahora los ojos, reclama su ternura y recita con prodigiosa memoria algunos versos de La dama que hablan de amor. Se ve a la legua que está recordando el suyo:
La luz con que me pusiste
en el lugar en que estoy
Mil gracias, amor, te doy,
Pues me enseñaste tan bien,
Que dicen cuantos me ven
Que tan diferente estoy.
—¿Cómo fue, señora, su primer encuentro con Federico García Lorca?
— Tuvo lugar al poco tiempo de venir. Le esperábamos en el teatro de la Comedia, hoy desaparecido, en Carlos Pellegrini, entre Corrientes y Sarmiento: allí representaban casi todas las compañías españolas. Y llegó echando agua de su fuente secreta. No muy alto, con los ojos negros y las cejas gruesas, y con un carácter que le había copiado a su Zapatera. Todo en él era un juego, un baile. Dicen que era pesado para caminar, pero yo le vi bailando con las actrices, acompañándose él mismo con canciones de su repertorio.
Federico comenzó leyéndonos La dama boba; más que leyéndola, como si pusiera estrellas en cada palabra, y yo miraba sus manos que eran un prodigio de espuma en cada verso: iban y venían por los sitios del aire . . . más bien eran ellas las que hablaban.
Eva Franco acaba de hacer una caracola con las suyas y ha dibujado encima de mi mesa un gesto frío mientras recuerda:
—“ ¡Qué dolor, qué inmenso dolor haber apagado aquel fuego!”.
Sin querer nos hemos ido a Granada, al mismo sitio de la sangre: Víznar, La Colonia, la Fuente de las Lágrimas … ¡aquel mapa de agujas! Sonreímos para trasladar el pensamiento.
—¿Les fue a ustedes muy difícil adaptarse a las exigencias de semejante director?
— Al contrario. Como le digo todo en él era un juego, una cascada. Siempre que se dirigía a mí me llamaba “La capitana”1, y así me sentía en aquel teatro que Federico, por obra y gracia de su arte y con el maestro Fontanals, había convertido en El Corral de la Pacheca: mantones, geranios, colgaduras. . . navegando entre los aplausos del público. Fue un éxito, algo increíble, un delirio.
Eva Franco sabe de aplausos más que nadie en el teatro argentino. A lo largo de nuestro encuentro fueron brotando las intimidades que salieron de su secreto a media voz, sin perder en ningún momento la compostura.
Desde los cuatro años, en que sube por primera vez a un escenario, ha tenido ocasión de penetrar en el oficio, de conocer a todos sus intérpretes. Desde Eva Duarte —más conocida por la política que por el teatro— a María Casares, de quien habla maravillas, los compañeros de Eva Franco han sido innumerables: de todos guarda un provecho, de ninguno una herida. Como cada persona, mantiene en su pecho algunas cicatrices, pero el tiempo borró sus nombres y apellidos. . .
Al preguntarle cuántas obras interpretó a lo largo de su carrera, Eva se esconde detrás de una sonrisa. En una mudanza le desaparecieron sus recortes, sus fotos, sus recuerdos . . ., pero han sido más de mil, por eso tiene en el paladar mil quemaduras: Divinas Palabras, Yerma, Las de Barranco. . .
—Señora, algunos testigos de Buenos Aires me han dicho que Lorca, con el triunfo de Argentina, se había llenado de vanidad, que no hablaba sino de él.
Eva Franco aprovecha cada pausa para sonreír. Esta vez su sonrisa tiene un mal disimulado desprecio:
—Es extraño, nunca oí de nadie semejante afirmación. Sus biógrafos coinciden en la sencillez de la que hacía gala. ¿Hablar de él?. . . pero si le tenía miedo a salir a escena. Se inhibía con el teatro lleno. Yo pienso que Federico, ante semejante espectacularidad, nunca se creyó ser el padre de la criatura. El éxito le venía grande.
Fíjese usted que él llegaba al teatro, se ponía un mameluco azul —el mono, como decía Federico— y a trabajar jugando con los técnicos y tramoyistas. No, no cabía en él la vanidad.
Me dijo una vez que tenía pudor de que le vieran, que se sentía espiado. Hasta tal punto era así, que siempre me llamó la atención en una persona con tanta magia y espontaneidad, con tanto duende, que nunca improvisara. Salía todas las noches a decir algo, pero siempre con un papelito.
De pronto, en confidencia, se llenaba de asombro y nos decía: “En mi propio país no he encontrado tanto afecto, alegría y comprensión como en la Argentina”. Y volvía la voz hacia dentro recordando a los suyos, queriendo compartir con su familia y sus amigos tanta respuesta.
Se ha llenado de luces
mi corazón de seda,
de campanas perdidas,
de lirios y de abejas,
y yo me iré muy lejos,
más allá de esas sierras,
más allá de los mares,
cerca de las estrellas,
para pedirle a Cristo,
Señor que me devuelva
mi alma antigua de niño,
madura de leyendas,
con el gorro de plumas
y el sable de madera.2
Hace una hora que Eva Franco y yo estamos frente a frente, perdidos en la cautividad de un nombre. Los dos hemos puesto el corazón encima de la mesa: no se puede juzgar a Federico.
Sigue refiriendo Eva pequeños episodios del poeta: que las invitaba a café en el mismo bar del teatro, que nunca habló de política (Dámaso Alonso y tantos otros confirman lo mismo3), que nunca se perderá en Buenos Aires la huella de su alegría. . .
Plagiando a Federico puedo decir que se está poniendo íntima la tarde, por eso reclamo a la actriz algún secreto, algún regalo que sólo ella recibiera del poeta. Y escoge ahora un timbre de confesonario para que ponga un dedo de silencio en mi pluma:
—Un día Lorca prometió escribirme una obra; pero no lo diga, puede resultar presunción. Nunca más volvió a recordarme aquella esperanza, aunque yo estoy segura, con esa certeza de las sinceridades, que Doña Rosita la Soltera era la obra que me había prometido.
(Pudiera ser. Recuerdo ahora que el novio de doña Rosita la abandonó viniéndose a la Argentina).
—Lo tengo que decir, señora, y lo que siento es no saber, es no poder escribirle yo una.
De todas maneras, la actriz se conforma con las palabras que dijera de ella García Lorca en el estreno de la La Dama/Niña boba:
“Si este juego divino de amor que jugó Félix Lope de Vega y Carpio os ha conmovido, agradecedlo a esta compañía, a cuyo frente ríe la deliciosa Eva Franco, que ha puesto esfuerzo y pasión para conseguirlo”.4
Eva Franco sabe que me esperan y hace ademán de levantarse. Me ha dicho cuanto sabe de Federico García Lorca. La dejo a la puerta de la iglesia del Carmelo en la calle Marcelo Torcuato de Alvear. Cuando se adentra por la nave central con sus pasos de dama entiendo mejor que nunca la tesis de Paul Evdokimou: “la primera función de la mujer es humanizar al hombre”.