Poeta en Nueva York
Además de una conferencia, Poeta en Nueva York fue una recitación de los poemas de su libro lo que García Lorca ofreció en la sociedad Amigos del Arte.
Fiel a su costumbre de no editar sus versos sino mucho después de ser escritos: cuando sus amigos le arrancaban las cartillas de las manos para enviarlas a la imprenta, Lorca guardaba desde hacía largo tiempo los originales del Poeta en Nueva York. Esos poemas fueron los que leyó aquella tarde ante un auditorio tan atento a este paisaje de hierro y de cemento, de oleadas y de fuerza lanzada hacia el futuro, como lo había estado ante la teoría espiritual del duende.2
“Os traigo una poesía amarga y viva, que podrá abrir sus ojos
para vosotros a fuerza de latigazos”…
Así comenzaba Federico a contar la soledad de esos meses vividos en América del Norte. En esta América que ahora lo deslumbra, tan llena de campo y de vihuelas, hasta las esquinas le daban compañía.
Buenos Aires, con la hoja de olivo tan cercana, era España en plena adolescencia, era España sin historia y con toda la historia por delante. Los tiempos pasados, como los muertos, generan mucha soledad; Argentina, sin pasado que mirar, era la niña que comenzaba a salir con chicos a los bailes mientras la madre estaba atareada en resolver su propia menopausia. Y esto encantaba a Federico que había venido a “conocer muchachas” precisamente, y se encontró con un país/mujer adolescente que estrenaba zapatos de tacón.
No sabemos si pudo escribir en Argentina (eran tantos los homenajes, la fascinación de novia de los porteños . . .), pero sí estamos seguros que nunca en Buenos Aires, con el incienso de la primavera, podría haber escrito esta desesperanza:
Porque ya no hay quien reparta el pan y el vino,
ni quien cultive en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir
Para los niños que han de venir no habrá en todo Nueva York una madre que sepa cantar nanas. Los niños de Nueva York se duermen con la vibración de los cristales.
Lo que canta una ciudad de noviembre a noviembre
Ignoro si con toda intención quiso García Lorca comenzar su recorrido de un año por noviembre. Noviembre es un mes de muertos, de dalias, de crisantemos, de responsos con nombre y apellido (para que Dios oiga bien y tome nota), un mes de parques con hojas amarillas. Después del invierno, el poeta llega otra vez a noviembre con más muertos sorprendidos en la travesía.
Esta conferencia es una demostración lírica de cómo un ciego puede adivinar las estaciones que vive una ciudad con sólo aspirar el perfume o escuchando la intensidad del agua que se le cruza. García Lorca está hablando de Granada con su “agua que sufre y gime llena de diminutos violines blancos allí en el Generalife. Agua y aire en poca cantidad, lo necesario para los oídos nuestros. Cosas para dentro de la habitación, patio chico, música chica, agua pequeña, aire para que baile en la punta de los dedos”.
Cada estación tiene en Granada su copla. En noviembre cuando la ciudad busca su recogimiento en la Alhambra, Federico recita:
De los cuatro muleros,
mamita mía, que van al río,
el de la mula torda,
mamita mía, es mi marío.
Llega el invierno, tiempo de novias en Andalucía, y el poeta recuerda que hay dos primos enamorados sin poder casarse por la estrechura del parentesco. Y a Roma van, de peregrinos, esperando licencias:
Las campanas de Roma
ya repicaron
porque los peregrinos
ya se casaron.
En la primavera, Federico llama a sus musas que pronto lo cortejan en remolino. Entonces escribiría hasta tarde azotado por el olor de los jazmines que bordeaban su Huerta, o por un manojo de albahacas que alguien ponía sobre su mesa de luz.
La granada es como un seno
viejo y apergaminado,
cuyo pezón se hizo estrella
para iluminar el campo.
Es colmena diminuta
con panal ensangrentado,
pues con bocas de mujeres
sus abejas la formaron.
Por eso al estallar, ríe
con púrpuras de mil labios. . .
La granada es corazón
que late sobre el sembrado,
un corazón desdeñoso
donde no pican los pájaros,
un corazón que por fuera
es duro como el humano,
pero da al que lo traspasa
olor y sangre de mayo.
El verano, con algunos membrillos transparentes, lo suele enfriar Federico con breves excursiones a Sierra Nevada, desde donde la ciudad es un ramo de oro tendido sobre la vega. También tiene su copla, cansada por el grillo de la siesta, que Lorca tararea con su guitarra:
Se ha puesto el sol. Los árboles
meditan como estatuas.
Ya está el trigo segado
¡Qué tristeza
de las norias paradas!
El canto primitivo andaluz
La conferencia sobre el cante jondo, con la que Federico culmina su ciclo de disertaciones en Buenos Aires, es un derroche de cultura musical que tan bien había aprendido el poeta de su amistad con Falla, y de admirarse, en sus paseos o en las tabernas, por el íntimo jipío brotado de las raíces de un pueblo.
“Según la versión, en el año 1400 de nuestra Era, las tribus gitanas, perseguidas por los Cien Mil Jinetes del Gran Tamerlán, huyeron de la India”.
“Veinte años más tarde, estas tribus aparecen en diferentes pueblos de Europa y entran en España con los ejércitos sarracenos, que desde la Arabia y el Egipto desembarcan periódicamente en nuestras costas”.
“Y estas gentes, llegando a nuestra Andalucía, unieron los viejísimos elementos nativos con el viejísimo que ellos traían y dieron las definitivas formas a lo que hoy llamamos cante jondo”.
Cante Jondo que tiene su expresión más alta de olvido y de dolor en la seguiriya, mimbre arqueado por el sufrimiento de una nostalgia:
Cerco tiene la luna
mi amor ha muerto
Ocho palabras detenidas en el ahogo de una garganta. Ahogo, que por ser ahogo, precisa tanta brevedad de expresión. Sólo Andalucía, cincelada en el dolor, puede reducir una ruina a dos palabras, porque el inmediato llanto destrozaría la comunicación si precisara un discurso.
A mi puerta has de llamar,
no te he de salir a abrir
y me has de sentir llorar.
Sólo tres versos para condensar una historia de amor interrumpido que en su causalidad únicamente entienden los protagonistas, pero que deja correr la fantasía de los espectadores buscando su complicidad e intimándolos, veladamente, al arreglo.
Conspiración pretendida más allá de las personas, como ésta de otro enamorado que espera de la Naturaleza un brebaje liberador:
Todas las mañanas voy
a preguntarle al romero
si el mal de amor tiene cura
porque yo me estoy muriendo.
Esta sangre de la copla llevaba, en su sangre Federico. Con la sinceridad y la maestría de su gesto, con la fuerza de su convicción lírica, no le sería difícil envenenar maravillosamente el alma, también enamorada, de los argentinos.
Federico García Lorca.