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García Lorca en Buenos Aires. Capítulo XI

García Lorca

Federico García Lorca en Fuente Vaqueros, Granada

Esta amistad de rayo que surge en Buenos Aires entre Pablo Neruda y Federico García Lorca es captada rápidamente por los porteños, que tienen la habilidad de invitarlos al mismo tiempo, de agasajarlos juntos. Cuando llega la hora de las fotografías, la mano de Federico siempre es sorprendida en el hombro de su amigo chileno. Y en algunas fotos se les puede ver en un rincón hablar a solas: por la forma de los labios se les adivina los paisajes, los cármenes o valparaísos, Isla Negra o Granada, envueltos en un vaho de visitas y promesas. Juntos llegan al Hotel Plaza, invitados por el PEN CLUB, en un homenaje a Rubén Darío, el modernista del que todos aprendieron algo, reflejado en los primeros temblores poéticos de Juan Ramón y rechazado por don Antonio en su retrato (mas no amo los afeites de la actual cosmética,/ ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar). Darío es la resurrección de una América que no necesita mirarse en otro espejo. Por Darío levantan su copa y su palabra, juntos, un americano y un español, fundidas las razas en una gavilla esperada, en un lenguaje de idénticos sonidos, de vibraciones gemelas:

Neruda: Señoras. . .

Lorca: y señores.

Neruda: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva. ¿Dónde está en Buenos Aires la plaza de Rubén Darío?

Lorca: ¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?

Neruda: Él amaba los parques. ¿Dónde está el parque de Rubén Darío?

Desde una invisible lejanía, el poeta nicaragüense, que tanto le gustaba vestirse de embajador, estaría aplaudiendo el gesto de estos herederos de las musas que tampoco tienen en Buenos Aires un parque, una plaza, donde mirarse.

La amistad de Lorca, seis años mayor, con Pablo Neruda, duró toda la vida, duró toda la muerte. Aquel mismo año de su común descubrimiento, el chileno es trasladado como cónsul de su país a Barcelona.

Lorca llega a Madrid en la primavera del 34, y tanto habló de su amigo que Carlos Moría apunta en su diario:

“Reaparición de Federico que llegó esta mañana de América tostado, jubiloso, exhuberante. . . Viene fascinado con el talento de Pablo Neruda, con quien se encontró en Buenos Aires”.6

Para que luego digan que Neruda fue un invento de García Lorca.7

Federico tenía una rara intuición para descubrir lo verdadero, su fascinación por Neruda fue luego confirmada por el elogio que todos los pueblos ofrecieron al Nobel de Literatura.

Al año siguiente Pablo consigue ser trasladado a Madrid con la misma responsabilidad de cónsul. Viene con lanzas de conquista. En la estación lo está esperando Ignacio con un ramo de flores, que esconde detrás de su baba deliciosa. Viene de lejos y de cerca, con la valija diplomática llena de “versos que comienzan blandos, pero en la curva de su cadera se siente el empujón que les da el acantilado y la ola”8. El hijo del maquinista de tren deja carbonilla encendida en la vanidad de algunos poetas españoles. Comienzan las envidias a dibujar caricaturas, comienzan a circular mal entendidos en minúsculas dosis de veneno. Varios han dicho que alguna gota prueba Federico. No es cierto: su hermana Isabel lo ha desmentido siempre, Neruda y Lorca nunca dejaron de ser amigos, nunca. Fue Juan Ramón a quien un día se le ocurrió decir: “Neruda es un gran mal poeta”. Y el “mal poeta” no pudo callarse ni detener la urgencia de su río:

“La dolorida hora de mirar cómo se sostiene el hombre a puro diente, a puras uñas, a puros intereses. Y cómo entran en la casa de la poesía los dientes y las uñas y las ramas del feroz árbol del odio”.

Eso fue todo. Lo demás, como dijo Hamlet, es silencio, silencio alborotado muchas veces en la casa de las Flores9 donde vivía en Madrid Neruda y donde llegan cada noche sus amigos, los poetas, que hacen de los sillones camas improvisadas, de la cocina un fuego común donde calientan la comida que cada uno lleva, porque son legión y es imposible darles de comer a todos. Aquella casa, jardín entre cemento, no se la podrá borrar de la memoria el gran poeta chileno:

Os voy a contar todo lo que me pasa.

Yo vivía en un barrio

de Madrid, con campanas.

Desde allí se veía

con relojes, con árboles,

el rostro seco de Castilla

como un océano de cuero.

Mi casa era llamada

la Casa de las Flores, porque por todas partes

estallaban geranios, era

una bella casa

con perros y chiquillos.

Raúl, ¿te acuerdas?

¿Te acuerdas,

Rafael?

Federico, ¿te acuerdas

debajo de la tierra,

te acuerdas de mi casa con balcones en tanto

la luz dura de junio jugaba con tu pelo?

¡Hermano! ¡Hermano!

La casa de los Morla fue el trampolín desde donde Neruda es presentado a todos los amigos de Federico. Algunas noches salían de tabernas a beber el buen vino, con tacos azules de jamón, por el Arco de Cuchilleros, deteniéndose a encender un cigarro en las esquinas alumbradas del Madrid más viejo. Federico olfateaba la guitarra y conocía de memoria el alma de las manos que las tocaban. En una de esas noches de recorridos melancólicos entraron en una taberna por una soleá saboreada entre vendavales de vino. García Lorca conocía al cantor:

—“Paquito, si tienes ganas de cantar, no hagas cumplidos”.

—Ganas, no sé. Antes, tengo que ponerme triste.

Estas eran las cosas que emocionaban profundamente a Federico. Allí estaba su raza atomizada: hilos de pena tenían que venir por la garganta para que Paquito se atreviera a ovillar su soleá. Y Neruda, mientras, recogía toda la nieve de los Andes para detener el incendio de su corazón.

Amigos. Hermanos por el Madrid de las noches, ¿te acuerdas, Federico, en Buenos Aires? Pablo, ¿te acuerdas la primera vez que nos vimos a un paso de la avenida más ancha que se detiene en el río?. . .

La última vez que se vieron fue en casa de Neruda, en compañía de Alberti y otros amigos, el 11 de julio de 193610. De allí Lorca se marchó a la eternidad y Pablo, con el mejor llanto de su ternura, con la despedida de Federico atragantada, leyó y releyó los versos que el amigo había dedicado a su hija, muerta ocho años más tarde:

Niñita de Madrid, Malva Marina,

no quiero darte flor ni caracola;

ramo de sal y amor, celeste lumbre,

pongo pensando en ti sobre tu boca.11

En la casa de Isla Negra, llena de mascarones de proa y de caracolas, no pudieron quemar estos versos que detuvo Matilde Urrutia en sus manos, la mujer sin hijos del poeta, Yerma preñada sólo de poemas, Matilde en llamas, compañera.

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