Aunque cuajados de nieve en sus ramas, los árboles en invierno, escribe Keats, parecen felices porque están convencidos de que, tras el frío, ellos sabrán florecer en primavera.
La pesadumbre que a diario nos acecha, provenga de desajustes en el alma o de la impotencia de pagar la factura de la luz; haya sido causada por la familia, por improcedentes leyes de gobierno o por esta inmadurez de adulto que parece acabada, debe encontrar “su mármol y su día, su infalible mañana y su poeta”. Debe reconocer en todo y en todos una esperanza difusa y, a pesar de todo, sostenida.
Hay árboles en América que se les habla al oído, como a las embarazadas, para que no se distraiga el crecimiento del hijo que llevan en las entrañas. En las entrañas de cualquier circunstancia, de todo mal que nos abrume en esta España nuestra de cántaras quebradas, hay un vino viejo y una voz templada dispuestos a celebrar la concreción del ajuste que se espera. Si saben cuidarse las angustias, nunca morirán las esperanzas. Si sabemos mirar los horizontes aprenderemos a caminar como Jesús sobre la imposible firmeza del agua: De día, el sol no nos hará daño. Ni la luna de noche.