Hace mucho tiempo, en el Madrid del siglo XVI, vivió una mujer cuya belleza era tan asombrosa que su nombre resonaba en cada rincón de la ciudad. Se llamaba Elsa, y, al igual que Helena de Troya, su extraordinaria y natural hermosura no trajo más que infortunios a los hombres.
La joven, viuda de un montero del rey, residía en una modesta casa en la hoy conocida Calle de la Montera, donde se la veía asomarse por su balcón en las tardes. Bastaba con que su silueta apareciera bajo la luz del sol para que una multitud de hombres y jóvenes se congregara, ansiosos de admirar su rostro.
Y es que Elsa no era una mujer común. Los relatos cuentan que su piel era como la nieve, su cabello fluía como un río dorado, y sus ojos, claros como el agua, atrapaban a todo aquel que la miraba. Pero su belleza, en lugar de ser un don, pronto se convirtió en una maldición.
A medida que pasaba el tiempo, hombres y jóvenes de todas partes llegaban a la Villa de Madrid sólo para verla. Y lo que comenzó como simples rivalidades entre admiradores pronto dio paso a los celos y envidias que desembocaron en violentos enfrentamientos.
Los pretendientes de la joven Elsa buscaban conquistar su corazón, aunque ella no les conocía, y no dudaban en desenvainar sus espadas para batirse en duelo bajo su balcón, dispuestos a dar su vida y su honor por un fugaz vistazo de la mujer más hermosa de la ciudad.
La situación se volvió insostenible y, al igual que la guerra de Troya, que estalló por la belleza de Helena, Madrid, y más concretamente la Calle de la Montera, se vio sumida en sangre, caos y muerte por la bella Elsa.
La Inquisición, al enterarse de los disturbios, decidió intervenir emitiendo una clara advertencia a todos los hombres de la ciudad: cualquiera que continuara con los duelos o provocara más derramamiento de sangre por sus lascivos deseos, recibiría el castigo más severo. Mientras que a Elsa, la joven que sin querer había desatado el infierno, la Inquisición también le dio un ultimátum: Si las disputas entre los hombres continuaban, sería expulsada a la fuerza de la villa madrileña.
Al ver cómo su belleza se había convertido en la causa de tantas desgracias, un día Elsa comprendió que no podía quedarse en la ciudad y, con lágrimas en los ojos, abandonó Madrid para siempre, desapareciendo en el horizonte como un fantasma y dejando tras de sí la tristeza de quienes la esperaban cada día bajo su balcón.
Los duelos cesaron, y Madrid volvió a la calma, pero el recuerdo de Elsa, la mujer más hermosa que había pisado sus calles, quedó grabado en la memoria de todos los vecinos. Nadie supo jamás qué fue de ella, ni dónde fue a parar. Algunos dicen que su figura aún se aparece en las noches, bajo la luz de la luna, en los viejos balcones de la Calle de la Montera, recordando a Madrid que su belleza, como la de Helena de Troya, fue capaz de desatar una tormenta de pasiones oscuras que cambió el destino de los ciudadanos.