Hoy: 19 de febrero de 2025
Renato Leduc pensaba en perder el tiempo en clase, y en esa vaguedad, encontró su más famoso soneto: Sabia virtud de conocer el tiempo/ a tiempo amar y desatarse a tiempo/ como dice el refrán: dar tiempo al tiempo/ que de amor y dolor alivia el tiempo/ Aquel amor a quien amé a destiempo martirizóme tanto y tanto tiempo/ que no sentí jamás correr el tiempo tan acremente como en ese tiempo/ Amar queriendo como en otro tiempo/ ignoraba yo aún que el tiempo es oro/ Cuánto tiempo perdí/ ay, cuánto tiempo/ Y hoy que de amores ya no tengo tiempo/ amor de aquellos tiempos/ cuánto añoro la dicha inicua de perder el tiempo. Leduc resolvió un reto con inteligencia, pues al no encontrar rima para “tiempo”, lo convirtió en un único tic-tac. Todo en el poema es tiempo.
El tiempo es un misterio que nos acompaña como una sombra esquiva. San Agustín, en sus Confesiones, lo diseccionó con una lucidez asombrosa: el pasado ya no es, el futuro aún no es, y el presente es tan fugaz que apenas se sostiene antes de volverse recuerdo o anticipación. Y, sin embargo, el tiempo nos domina, nos obsesiona y nos persigue como un cobrador implacable.
Vivimos con la sensación de que nunca hay suficiente tiempo, que todo se nos escurre entre las manos. Cronómetros, calendarios, relojes de pulsera y pantallas digitales nos recuerdan constantemente su paso inexorable. Nunca entenderé que alguien me diga que no tiene tiempo. Sólo los muertos están ya sin él.
Si de verdad te interesa, encontrarás el tiempo. Nos angustiamos por el futuro, rumiamos el pasado, y en ése ir y venir de pensamientos nos olvidamos de habitar el presente. ¿Pero qué pasaría si, en lugar de medirlo, aprendiéramos a disfrutarlo? ¿Y si perder el tiempo fuera, en realidad, una manera de aprovecharlo mejor?
Perder el tiempo es un arte en vías de extinción. En esta era de hiperproductividad y multitareas, hacer “nada” se percibe casi como un pecado capital. Pero hay un placer inmenso en la contemplación, en divagar sin rumbo, en dejar que la mente vague sin la presión de la utilidad inmediata. Es ahí donde surgen las mejores ideas, donde florece la creatividad, donde el pensamiento encuentra su propia música.
Por otro lado, concentrarse en algo con absoluta entrega es la otra cara de la moneda. Ese instante en que el tiempo desaparece porque estamos completamente sumidos en una actividad es una de las experiencias más plenas que podemos tener.
Los músicos lo sienten cuando tocan, los escritores cuando escriben, los científicos cuando formulan teorías y los niños cuando juegan sin noción de las horas. Es la magia de la inmersión total, el famoso flow del que hablan los psicólogos, ese momento en que el reloj deja de importar porque hemos encontrado el ritmo natural del tiempo interno.
San Agustín hablaba de un presente eterno, ese microinstante donde pasado y futuro convergen. Y quizá ahí esté la clave: en aprender a habitar ese presente con la misma intensidad, ya sea perdiendo el tiempo con deleite o exprimiéndolo hasta la última gota.
Porque, al final, el tiempo no se puede poseer, sólo se puede vivir. El viernes 14, entre los cursis corazoncitos de Cupido, me propuse acariciar sin tiempo. Nadie puede medir esos besos, nadie quiere en realidad tasarlos, y jugando a sentir la piel en mis dedos con tal ternura y suavidad, se me fue escapando el presente.
Logré olvidarme del futuro para estar sólo allí, sólo en ese eterno presente del que me hablaba San Agustín. Por favor, no me digan nunca que no tenemos tiempo. Cuando llegue el último instante, el tiempo dejará de importar.
Muchas veces siento que lo estoy perdiendo, luego recapacito y caigo en la conclusión de que dejarlo escapar es quizá la manera más elevada de disfrutarlo. El pasado empuja al presente para convertirlo en futuro, y sólo existe un fragmento entre las dos dimensiones: ese presente eterno. Quiero pensar que así será el tiempo cuando se nos acaben las horas.
Bonito domingo. Ando como loco buscando el nuevo libro de Juan Cruz Ruíz, Secreto y pasión de la literatura. Si lo ven por ahí, avísenme. Promete mucho.
*Por su interés, reproducimos este artículo de Miguel Dová, publicado en Excelsior.
Sabía reflexión. Procuramos estar activos haciendo cosas que al final quedarán en nada. Dejar que el tiempo pase observándolo es la mejor forma de no darle por perdido.