‘El síndrome de la estupidez’

18 de diciembre de 2022
3 minutos de lectura
El hombre de vitruvio (Leonardo Da Vinci). | Fuente: Wikimedia Commons

Alguien se ha parado a pensar en cómo vivimos hoy en día. Una pregunta a simple vista inofensiva que puede llegar a producir terror si se analiza al detalle.

Es triste ver cómo en pleno siglo XXI todavía existen guerras, enfermedades, pobreza, hambre, muerte, hipocresía…e idiotez. Sí, una idiotez pasmosa que campa a sus anchas por cada recoveco de la sociedad convertido en el síndrome de Dunning-Kruger; en donde la inmensa mayoría tiende a saber más de lo que sabe y a considerarse más inteligente de lo que es en realidad. Ese es el nexo de unión existente entre la estupidez y la vanidad.

Y luego están las personas que tienen la manía de reflexionar y cuestionar todo lo habido y por haber, que es lo mismo que mirarse al espejo sin caretas, a solas frente a nuestros miedos, incertidumbres y tristezas. Dejando al descubierto todo y mostrándonos tal cual somos.

Es triste comprobar como a nosotros, los seres humanos, se nos ha olvidado de dónde venimos. Como nos seguimos matando unos a otros. Como hay personas que tienen tanto, a veces incluso en demasía, y otras que no tienen prácticamente nada y aún así son inmensamente felices. Como unos se quejan de cosas banales y sin sentido, mientras otros afrontan su fase terminal con una sonrisa inquebrantable en su rostro. Como unos estarían dispuestos a darlo todo por un aliento más de vida, mientras otros la arrebatan sin piedad ni remordimiento.

También es enfermizo ver que en la actualidad lo verdaderamente importante para la sociedad sea la apariencia camuflada en cirugías estéticas. ¿Por qué será que la sociedad nos impone estereotipos de lo que aseguran es el “ideal de belleza”? ¿Acaso existen la perfección absoluta y la verdad certera?

La publicidad engañosa y malintencionada nos inunda por todos lados: revistas con Photoshop, masajes milagrosos, operaciones ideales y un sinfín de tratamientos estéticos que no hacen sino incitar a la juventud a cambiar como personas, a la vez que potencian y fomentan sus inseguridades, hasta el punto de crear enfermedades. Y todo ello amparado por las leyes y los gobiernos pues, el objetivo no es otro que ayudar a sentirnos mejor. Al menos eso dicen en sus eslóganes.

Pero lo más triste es ver cómo todo tipo de personas, especialmente mujeres, caen en ese vil juego del ideal engañoso, mientras se convierten y sucumben a lo físico, las apariencias, lo superficial, lo artificial y se desprenden de lo realmente importante; eso que nos hace ser únicos e irrepetibles o dicho de otra manera, lo que nos hace ser perfectamente imperfectos: la esencia. Y lo más triste es que todo eso se haga bajo el amparo de nuestro bienestar.

Sin solución posible

Y ante esto cabría preguntarse o al menos replantearse por qué no existen medicamentos, masajes y cremas que nos conviertan en mejores personas para saber perdonar; por qué no existe una cirugía capaz de cambiar tanto libertinaje por libertad, tanta infidelidad, tanto prejuicio y tanta confusión; por qué no existe una liposucción que logre extirpar el orgullo, el egocentrismo, la codicia, el odio, la amargura, el narcisismo y el dolor que están presentes en todo el mundo; por qué no existe un implante de conciencia, de perdón, de compasión, de respeto, de aceptación, de entendimiento, de amor…

Realmente a cualquier ser humano le invadiría una profunda sensación de tristeza y desazón si dedicase un minuto a ver y analizar en qué se está convirtiendo el mundo y las personas que habitamos en él.

A la sociedad actual no le gusta que nos mostremos tal cual somos. Rechaza las vulnerabilidades, en vez de aceptarlas como parte de nuestra fortaleza. Y así, transitando entre caretas y apariencias nos vamos perdiendo con tanta hipocresía superflua. Ya lo dijo Martín Luther King: “Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”.

No nos engañemos, la perfección no existe y la felicidad completa tampoco. No busquemos la aceptación de los demás si no somos capaces de aceptarnos a nosotros mismos. Dejemos de señalar los defectos ajenos y aceptemos de una vez por todas los nuestros. Y lo más importante, no pretendamos ir de sabios en nada, no vaya a ser que acabemos todos contagiados por el síndrome de la estupidez.

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