CARLOS E. AGUILERA
El menosprecio, según eruditos sociólogos y psicólogos, ha tenido sus vaivenes en los distintos escenarios políticos del género humano, a lo largo de la historia.
La profunda desconfianza de algunos gobiernos hacia el pueblo, como si este fuera un peligro constante para la inestabilidad del sistema, genera obviamente cierto germen de menosprecio hacia el soberano. El supuesto siempre es el mismo: si no se encauzan y filtran las demandas populares, por lo que la política se vuelve inestable e impredecible.
En el régimen socialista y mal llamado bolivariano hay quienes consideran que el reproche mayor que se le puede hacer a quien se dedica a la política es el de haber cambiado de opinión.
Algunas personas probablemente califiquen lo anteriormente indicado como una consideración más que obvia en la confrontación cotidiana de la política. Aun cuando en algunas ocasiones parece primar el deseo de dar una satisfacción directa e inmediata a los propios seguidores, a base de descalificaciones de grueso calibre, como suele observarse y escuchar a diario por boca de Maduro, del entorno gubernamental y de voceros del PSUV.
El motivo de esta preferencia por parte del oficialismo es conseguir enardecer y animar a los suyos, persuadiéndoles de que el rival que se opone a sus planteamientos puede ser fácilmente derrotado y que su destino inexorable acabe con sus aspiraciones y demandas sociales.
Todo lo esbozado en párrafos anteriores subyace en el espíritu, cuerpo y mente de hombres y mujeres del pueblo, que se sienten vilipendiados, burlados y agredidos a más no poder, por lo que en consecuencia se hace más latente el menosprecio.
*Por su interés reproducimos este artículo publicado en El Nacional