Hoy me ha dado por recordar un momento divertido en el Congreso de los Diputados, ocurrido a principios de este verano caluroso que, por fin, se despide. Fue una situación peculiar, casi mística, relacionada con la petición de traducción simultánea que están reivindicando algunas formaciones para poder usar lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. Como ya ocurre en el Senado. Otra ocurrencia poco trascendente de las muchas que tiene la clase política. Otro gasto prescindible.
El último en solicitar esta petición fue el portavoz de Unidas Podemos, Pablo Echenique, que esbozó una aproximación a la fabla aragonesa: “Aunque no soy aragonesofablán, ye un honor ta yo poder prenunciar, dende o rispeto, bellas parolas en aragonés……” dijo un voluntarioso y poético Echenique. En aragonés…
Lo que pasa es que el aragonés no existe. Como no existe el madrileño, ni el castellano-leonés, ni el extremeño. En Aragón, lo que hay, como mucho, son hablas pirenaicas (fablas pirenaicas) pero nada más.
En cualquier caso, esta reivindicación, que incluiría la contratación de intérpretes y el cambio de reglamento del Congreso para intervenir en otras lenguas oficiales además del español, fue un tema que mantuvo relativamente ocupado a nuestros diputados durante varios días. Pero hay que saber cuáles son las preocupaciones prioritarias que deben quitar el sueño a la clase política, sin dejarse arrastrar por el oportunismo, la banalidad, la inmediatez, el aburrimiento, el entretenimiento fácil o el negocio.
En este país, ya tenemos un idioma. El español. Gracias al cual nos comunicamos y nos relacionamos. El español es nuestra lengua común. Nuestra herramienta de trabajo. El idioma con el que nos entendemos cerca de 500 millones de personas. Claro que está bien que existan el catalán, el euskera, el valenciano, el gallego, el bable, o la fabla aragonesa. Incluso resulta necesario respetar y proteger dichas lenguas. Pero el Congreso es el templo común donde discuten los representantes de todos los españoles. Con un idioma basta. Es como Twitter. Cuando algún usuario de un grupo en español se pronuncia en inglés, catalán, euskera, o cualquier otro idioma diferente, por postureo, presunción, o afán de notoriedad, el resto no se entera. Y se siente excluido ¿Qué necesidad hay de levantar esa barrera lingüística?
Vivimos tiempos fugaces que afectan también al lenguaje, haciéndole perder significado y coherencia. Es lo que le ha pasado a la palabra libertad, que ya no significa nada. De tanto manosearla, de tanto utilizarla para fines espurios, la palabra libertad ha perdido sustancia. Hoy, cualquiera reclama libertad: ricos y pobres, buenos y malos. Hoy, libertad es todo y nada: “Libertad para cambiar de pareja y no encontrármela jamás”, “libertad para pegarme al coche de delante hasta que se aparte”, “libertad para comprar donde quiero”, “libertad para consumir donde me dé la gana…”
Pero libertad siempre fue romper las cadenas, dejar de ser esclavo, acabar con lo injusto, aplastar lo que te producía dolor, vivir teniendo la oportunidad de respetar y ser respetado por los demás. Libertad siempre fue una palabra contundente. Luminosa. Cargada de razón. Libertad era el camino para dignificar la vida.
Libertad no es hacer lo que quieres, ni un arma arrojadiza para atacar al adversario, o diferenciarte del resto. Y cuando cambias el significado de una palabra, estás quitándole valor al lenguaje, falseas el mensaje, construyes una fabulación.
Necesitamos certidumbre. Coherencia. Formas de comunicación sincera, sin posibilidad de interpretaciones varias. El lenguaje no puede estar sujeto a valoraciones e intercambios. No debe generar conflicto, ni imponerse por la fuerza. Debe extenderse amable entre las personas, las casas y las calles. El idioma te incluye, no te margina. El lenguaje no es un negocio para ganar dinero, aprobar oposiciones a funcionario, u obtener mayoría absoluta en las elecciones autonómicas.