La muerte del joven australiano Byron Haddow, de 23 años, en una villa de lujo en Bali parecía al inicio un trágico accidente por consumo excesivo de alcohol y medicación. Sin embargo, la verdadera pesadilla comenzó meses después, cuando su familia descubrió que el cuerpo repatriado a Australia no tenía corazón. Este hallazgo sembró dudas sobre un posible caso de tráfico de órganos y abrió interrogantes inquietantes sobre la investigación en Indonesia.
Entre las primeras incongruencias está el retraso en la notificación a la policía: pasaron cuatro días desde el fallecimiento hasta que se avisó a las autoridades. El hotel alegó que pensaron que Byron se había ahogado en la piscina y no sospecharon de violencia. La familia, en cambio, cree que ese vacío pudo alterar la escena. La segunda irregularidad llegó al practicarse una nueva autopsia en Australia, donde se constató la falta del corazón. El hospital indonesio aseguró que se trataba de un procedimiento normal y que el órgano fue devuelto más tarde porque seguía en análisis.
A este desconcierto se suma la sensación de una investigación incompleta. No se interrogó a quienes acompañaban al joven la noche de su muerte y tampoco se comunicó a la familia la extracción del corazón. Todo ello alimenta la sospecha de un posible vínculo con el tráfico de órganos, aunque el hospital rechaza de manera tajante esa posibilidad.
Si bien Indonesia no figura entre los principales focos de turismo de trasplantes ilegales, sí se han documentado redes que operan en el país. Los donantes, en su mayoría víctimas de coacción, proceden de regiones vulnerables como Asia, África, Sudamérica o Medio Oriente. Según la OMS, entre el 5% y el 10% de los trasplantes en el mundo se realizan de forma ilegal, lo que convierte este problema en una amenaza global.
El negocio mueve cifras millonarias: un órgano puede costar entre 150.000 y 200.000 euros, pero el donante recibe apenas un 5% o incluso menos. La mayoría son engañados o forzados en contextos de pobreza extrema, mientras que las mafias obtienen el beneficio. Incluso refugiados desesperados llegan a vender un riñón por 2.000 euros para financiar su viaje a Europa, convirtiéndose en presa fácil de estas redes.
El mercado negro funciona bajo falsas fachadas legales. Se ofrecen contratos que disfrazan el pago como “gastos de gestión” y páginas web que prometen evitar largas listas de espera. Aunque la compraventa de órganos está prohibida en casi todos los países, la demanda es tan alta que los compradores —procedentes de regiones ricas como Arabia Saudí, Qatar, Japón, Israel, Australia o Europa occidental— recurren a estas vías clandestinas.
El caso de Byron Haddow, todavía bajo investigación, ha puesto de relieve la magnitud del problema. Cada año se realizan más de 150.000 trasplantes en todo el mundo, pero esa cifra cubre menos del 10% de la demanda. La escasez alimenta un mercado ilegal en el que la desesperación de algunos se convierte en la oportunidad de negocio para otros, dejando tras de sí una huella imborrable.