Algunos dicen “adiós” cuando nunca se han marchado, y otros permanecen en el lugar sin contar con ellos. Nos creemos imprescindibles, únicos y absolutos, pero no lo somos.
Siempre habrá otro que podrá ocupar el espacio que dejamos para que nadie note nuestra ausencia. Tendemos a sobrevalorarnos como si lo que pudiéramos aportar solo pudiera provenir de nosotros mismos. Como si un dios inefable nos hubiera ungido con sus propios dones.
Este es el error, la gran mentira, al considerarnos con capacidades y cualidades de las que a menudo carecemos. Al amagar con irnos pretendemos fijar el momento como una foto fija. Dejamos señales que reafirman nuestra mediocridad con argumentos tan manidos como clichés desgastados.
Esperamos en nuestra huida que alguien nos retenga pero solo se encuentra la indiferencia de lo que realmente importa. Que nadie se engañe. Cuando alguien confunde el ámbito público con el privado es que está acabado.