El abogado Alfonso Pazos Fernández presenta su nuevo libro ‘El inocente asesino’

24 de septiembre de 2024
14 minutos de lectura
Libro 'El inocente asesino'.

La obra pertenece a la editorial Cajón de Sastre, tiene 503 páginas y su precio de 19,90 euros

El abogado y escritor Alfonso Pazos Fernández presenta este martes 24 de septiembre a las 19:00 horas su libro, El inocente asesino, en Donostia (San Sebastián).

La presentación corre a cargo D. José Manuel Villarejo Pérez y Dña. Cristina Morcillo. Villarejo es comisario jubilado de la Policía Nacional y actualmente ejerce como abogado y es miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid (ICAM). Por su parte, Morcillo es abogada especialista en Derecho Penitenciario.

El inocente asesino contiene 29 capítulos donde se narran dramáticas vivencias suyas y de su familia. El libro pertenece a la editorial Cajón de Sastre, tiene 503 páginas y su precio de 19,90 euros. Se puede adquirir pinchando en este enlace.

A continuación, se puede leer el primer capítulo.

Capítulo 1: Despertar

“Y era la Muerte, al hombro la cuchilla,

el paso largo, torva y esquelética.

―Tal cuando yo era niño la soñaba―.

―ANTONIO MACHADO―

Creo que estoy despierto. Tengo los ojos cerrados. Cuando se tienen los ojos cerrados y se está despierto, solo se ve oscuridad salpicada de estrellitas, puntitos luminosos o figuras geométricas de colores como en esas imágenes psicodélicas que se veían en aquellos aparatitos cilíndricos con cristalitos, unos tubos de cartón en el interior oscurecido, espejos y cristales de colores diversos, caleidoscopios creo que se llamaban. Sí, algo así se ve cuando te despiertas, pero sigues con los ojos cerrados.

Aunque también puede ser que esté dormido, pero esté soñando que estoy despierto con los ojos cerrados. También puede ser. En los últimos años me ha sucedido muy a menudo: el no saber si estaba despierto y soñaba o si soñaba que estaba despierto estando dormido.

Me decido, al fin, aunque no tengo prisa ni ganas. Abro los ojos y… ¡No! No estoy soñando. Miro lo que tengo delante. Una pared rugosa y gris. Rugosa de gotelé o de una técnica de pintura de paredes similar. Gris, no de color gris, de pintura gris sino de blanco sucio. Voy tomando contacto con la realidad. Estoy en el catre, en el jergón de la parte baja de una litera. Me giro 90 grados y me quedo boca arriba. Una chapa metálica llena de agujeros hace las veces de somier para el catre de arriba. Eso es lo que veo.

Sigo tomando contacto con la realidad. Estoy en el “chabolo” número 10 del módulo 9 de la prisión de Logroño.

¡Huy! ¡Perdón! ¡Ese vocabulario!

No se dice “chabolo” sino celda o habitación. Y no se dice “prisión” sino centro penitenciario. Así todo queda más acorde con las máximas de la defensa de los Derechos Humanos de los “internos”, que es como se llama ahora a los presos, presidiarios, reos o angustiaos. Celda queda mejor que “chabolo” y centro penitenciario mejor que prisión, cárcel, penal, presidio, chirona, trullo, talego o maco.

Y hay que quedar bien de cara a la ONU y a la UE, que son los que sueltan la pasta. Eso no quiere decir que haya que quedar bien de cara a los ciudadanos españoles, de cara a la sociedad española. A esos les importa un carajo cómo se llame el espacio donde duermen los presos mientras sea pequeño, maloliente y sin nada que suene o se aproxime a la “comodidad”. Tampoco les importa una mierda el color de las paredes mientras no cueste dinero.

Me giro otros 90 grados y veo el reloj: las 7:30. Me alegro. Hoy he dormido mucho y bien. Gracias a las pastillas, claro. Todo lo que se duerme en el talego es tiempo que se le quita a la condena. Lo normal es no dormir mucho: una o dos horas, pero restar seis horas de sueño a la condena es una bendición.

Miro el calendario que tengo frente a la litera: lunes, 5 de junio de 2017. Llevo cumplidos 7 años, 5 meses y 23 días de condena. Entre rejas y puertas que se abren delante de ti y se cierran detrás. Y me quedan otros 12 años y medio. 20 años de prisión. 20 años de privación de libertad. Inhabilitación absoluta. Pérdida de la patria potestad de mi hija y 30 años de alejamiento de ella. Mi hija Natalia, que por sentencia ya no es mi hija.

Como si un iluminado con toga con puñetas de encaje de bolillos pudiera deshacer algo tan complejo como la paternidad a golpe de mazo. Mi hija Natalia, que ahora tendrá 9 años y medio. Veo su foto en el tablón de corcho. Ahí tenía dos años y poco. No tengo ninguna más reciente. De eso ya se encargan la familia de Sara y las feministas del Observatorio. Sara, mi mujer Sara, la madre de Natalia. Sara, a quien, según sentencia, yo maté mientras dormía. También veo su imagen en la foto que tengo en el tablón. Una foto de estudio donde estamos los tres.

Me decido a levantarme del catre. Me estiro bien y miro por la ventana. Sin novedad. El patio no ha crecido. Las flores se están abriendo en sus tiestos. La ropa colgada apenas se mueve. Todo sigue igual. No. Todo no. Mi compañero de celda está en la cama de arriba, donde debe de estar, pero no se mueve. No se mueve porque tiene una bolsa de basura negra tapándole la cabeza.

Es entonces cuando me despierto de verdad. Paco. Paco se ha fugado. Paco ya no está entre nosotros. Paco se ha escapado de forma definitiva.

De la cárcel te puedes evadir temporalmente cuando lees un libro (esto no debería decirlo, ya que es posible que nos prohíban la lectura). También te puedes evadir de forma temporal cuando duermes, cuando sueñas y, por último, te puedes evadir de forma temporal cuando te fugas de verdad saltando el muro o no volviendo de un permiso. Siempre vuelves. O te traen. Paco lo había hecho de forma definitiva. Paco ya no volvería. Cuando lo toqué, estaba frío y duro. Tieso.

Aunque quedaban pocos minutos para que abrieran las celdas, me puse a aporrear la puerta y a gritar. En esta mierda de cárcel no existe otra manera de avisar al funcionario. Hay encima del lavabo, si se puede llamar así al agujero donde cae el agua del grifo, algo que parece un altavoz con dos botones. Debía de ser eso un interfono. Pero no conozco a nadie que recuerde que haya funcionado nunca. Que Dios o quien coño esté ahí arriba te coja confesado si tienes un infarto, una bajada de tensión, un coma hipoglucémico o algo que te deje tirado. Mis compañeros me apoyan golpeando a su vez las puertas de los chabolos y gritando, lo que hace que el funcionario llegue más tarde al tener que ir preguntando puerta por puerta. Al fin, se abre el judas de mi puerta y veo que es don Javier “El alto”, que me pregunta: ¿Qué pasa?

No contesto. Me hago a un lado y señalo donde está Paco.

¡Vístete, Rubio! ¡Y sal de ahí, rápido! –Me dice don Javier “El alto” mientras abre la puerta de la celda.

Mientras me visto, va avisando por el walki al jefe de servicio, al botiquín, al director, etc. Don Javier no pregunta nada. Sigue el protocolo a rajatabla.

Me visto, cojo un libro y las gafas y me lleva a una celda del módulo de aislamiento. No es misión suya averiguar lo que ha pasado. Él tan solo tiene que seguir el protocolo. Protocolo, procedimiento. Abrir las celdas a las 8:00, empezando por el final del pasillo, desde el fondo hasta la salida, para no encontrarse acorralado en caso de una agresión o tumulto. Empezando por la 14 hasta terminar en la 1.

Hay que hacer ruido, mucho ruido. Primero, el cerrojo. En esta cárcel es manual: clic-clac-cloc. Luego, la llave, dos vueltas: clic-clac-cloc y luego se abre la burda, perdón, la puerta. Es el recordatorio de dónde estás. Estás en la cárcel. Y el protocolo establece que te lo tienen que recordar todos los días, al menos cuatro veces: dos cuando te cierran y otras dos cuando te abren los chabolos. No bastan las altas paredes rugosas y grises. No bastan las concertinas en lo alto de los muros y de las alambradas. No. El protocolo exige que no olvides en ningún momento que estás en la cárcel.

Hoy, don Javier, “El alto”, sigue el protocolo cuando aparece un muerto, un difunto, un muló: aislar la zona. El resto de mis compañeros se quedarán en las celdas esta mañana. Aislar la zona hasta que venga el juez de guardia. Aislar la zona hasta que el equipo forense, el C.S.I. español aparezca. Paciencia. Hay que tener paciencia. De eso no falta en la cárcel. Por eso he cogido un libro y las gafas. Al menos hoy no será un día como los demás. Mis compañeros de módulo ya saben lo que ha pasado. Me han oído a mí y han oído a don Javier, “El alto”, hablando por el walki. Aquí no se usan números y claves, como hace la policía en las series americanas.

― ¡Aquí Yanki Zulú 468 llamando a central! ¡Tenemos un 414 o un 525 o un 310 en el módulo 9!

En España y en la cárcel se dicen las cosas como son:

― ¡Módulo 9 para Jefe de Servicios! ¡Tenemos un fiambre!

Y de esta manera todo el mundo sabe lo que hay y lo que toca hacer.

El módulo de aislamiento de la cárcel de Logroño está junto al módulo 9. Se usa poco. De vez en cuando mandan a algún preso recalcitrante para que piense en soledad sobre “sus pecados”, pero muy de vez en cuando.

Por ello, de todas las celdas del módulo de aislamiento, varias se usan para otros fines. La primera es el despacho de los funcionarios. Se han retirado el “tigre” y el lavabo y han alicatado todo. Han añadido un monitor de circuito cerrado de televisión y el aire acondicionado, además de mobiliario de oficina.

La segunda, también remodelada, se utiliza para todo: reconocimiento médico, curas, entrevistas con el personal de tratamiento, cuando se dignan a venir, y hasta como taller de lectura. Aparte de una mesa de oficina, tiene una camilla para reconocimientos médicos y curas.

El almacén del economato es la tercera. Esta no la han tocado mucho. De hecho, sigue teniendo todavía el “cangrejo”.

Me meten en la 6. Todas las celdas de la primera parte del pasillo se utilizan para otros menesteres.

Durante la mañana oigo el ir y el venir de las personas ajenas al módulo. Se sabe quiénes son por la rapidez de sus pasos. Los funcionarios de base, en estos casos, caminan de prisa. Están presentes los gerifaltes y hay que quedar bien.

Normalmente, los funcionarios rasos están solos en el módulo. Son los amos, dueños y señores de este. Entonces no tienen ninguna prisa. Si el Jefe de Servicio viene al módulo, tiene que llamar a la puerta, y el funcionario de servicio en el mismo, portador de las llaves, debe acudir a abrir, por lo que nunca se le podrá pillar dormido o durmiendo, que no es lo mismo, como dijo don Camilo José Cela, o en algún renuncio.

Pero hoy andan de prisa. Los Jefes de Servicio andan un poco más despacio que los funcionarios de base, pero hoy también un poco más de prisa de lo habitual y siempre acompañados por alguien.

El Subdirector de Seguridad camina más despacio que el Jefe de Servicio y lleva consigo a dos o tres machacas revoloteando alrededor, por si se le ofrece algo al “Señor”.

El Director de la cárcel, el alcaide o el “baranda” circula más despacio y con más machacas revoloteando alrededor que los anteriores gerifaltes.

Tan solo ha habido unos pasos que no he podido identificar por su velocidad como pertenecientes a algún cargo en ´la cárcel. No obstante, el silencio que se ha producido en todo el módulo cuando se han oído esos pasos me han indicado, me han dado las pistas suficientes para poner nombre, o mejor, cargo a la persona que los producía: la jueza de guardia. Jueza. Lo tacones la delatan.

El resto de los funcionarios de la prisión llevan calzado con suela de goma, apenas se les oye, pero nosotros tenemos el oído enseñado.

Al rato, escucho unos pasos que se acercan a la celda donde me han aislado. Clic-clac-cloc. Y se abre. El cangrejo no está cerrado, no es necesario. Aparece don Javier, “El alto”. Hoy tiene al servicio entretenido.

― ¡Vamos!

En la cárcel nunca te dicen adónde vas, por cuánto tiempo o por qué. Tan solo te dicen: ¡Vamos! Yo ya sé que voy a ver a la jueza de guardia, pero la norma de la prisión, el protocolo, exige que no sepas hasta el último momento adónde vas, a qué hora vas o cuánto tiempo vas a tardar. Que te cundan, pues te lo dicen la tarde anterior o incluso por la noche, una vez te han cerrado la celda o media hora antes de salir con la guardia civil esperando en ingresos. Que te llevan al hospital o a consulta externa, te lo dicen con el tiempo justo para que te laves y te pongas unos “gayumbos” limpios, o ni eso.

― ¡Vamos! Y yo voy.

En la cárcel no cedes el paso a los funcionarios o funcionarias. Pasas tú delante. Es el protocolo. Entro en la oficina que se usa para todo, la de la mesa de oficina y la camilla para las curas y reconocimientos médicos. Sentada detrás de la mesa está la jueza de guardia. Una joven de no más de 30 años, vestida de manera informal, y aunque intenta no parecerlo, se le nota un tanto cohibida, nerviosa incluso.

Hay que recordar aquí que nuestros jueces y juezas de instrucción, los que hacen

las guardias y mandan a prisión preventiva a las personas, tenían la obligación de acudir a la cárcel una vez a la semana a interesarse por esos presos preventivos, según prescribe el artículo 526 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. La mayoría de ellos y ellas no saben ni tan siquiera dónde está la cárcel y dejan ese honor al Juez de Vigilancia Penitenciaria, que sube cuando se le pone en la punta del aparato sexual correspondiente.

Además, hay que tener en cuenta también, que al contrario de lo que sucede en otros países como Francia, los jueces no han estado en una prisión nunca, ni de visita. De hecho, ni en el grado de Derecho ni en la escuela jurídica de formación de jueces existe la asignatura de Derecho Penitenciario. En Francia, en la escuela jurídica, los que van a ser jueces, los que van a mandar a la gente a la cárcel, se pasan al menos 15 días dentro de una cárcel, esto es, prueban la medicina que luego van a recetar.

Esta no había pisado una cárcel en su vida. No obstante, hay que tener cuidado. Un juez es como una serpiente: no sabes lo venenosa que es hasta que te ha picado. ¡Hay que tener cuidado!, me digo a mí mismo.

― ¡Buenos días! Soy la jueza de guardia. ¿Es usted Rafael Rubio?

― Sí, así es –contesté yo.

― ¿Puede contarme algo de lo que sucedió anoche en su celda?

¡Cuidado, Rafael! ¡Así empiezan las malas experiencias que terminan en la cárcel! Un juez, un fiscal o un policía te pregunta: ¿Qué ha pasado? Y te encuentras al momento siguiente engrilletado y camino del calabozo de la comisaría o directamente del talego. Todos los que hemos pasado por esa experiencia hemos aprendido la lección. Si puedes, no declares y si no puedes negarte a declarar, como era mi caso en esos momentos, pues…

― No, Señoría. No puedo decirle nada. Anoche nos cerraron la celda a la hora de siempre, sobre las 9 de la noche. Hicimos un poco de tiempo viendo la televisión y sobre las 21:45, cuando pasaron el control nocturno, me tomé una etumina y un temazepan, ya que llevaba varios días sin dormir. A Paco le dan la medicación por la tarde, pero creo que también toma algo para dormir. Después de eso no recuerdo nada más hasta esta mañana cuando me he levantado y he visto a Paco en la cama con la bolsa en la cabeza.

― ¿Ha tocado usted el cadáver o la bolsa?

― Sí. Nada más verlo le he desatado la bolsa y le he tocado el cuello para ver si tenía pulso. Pero ha sido inútil. Estaba frío y rígido, no se podía hacer nada por él.

― ¿Tiene usted conocimientos de medicina forense? Parece saber bien cómo tomar el pulso o saber por la temperatura del cuerpo si se puede hacer algo por él.

― En mi vida anterior fui guardia civil, Señoría. Y esas cosas se estudian, se practican y quedan de por vida.

La jueza miró al director de la cárcel que se encontraba detrás de mí y le vi cómo asintió casi imperceptiblemente confirmando lo que todo el mundo sabía menos Su Señoría: que todos los internos del módulo 9 de la prisión de Logroño son o han sido miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de alguna comunidad autónoma o municipal, miembros de las Fuerzas Armadas o funcionarios de prisiones.

Llevó a cabo una espiración más profunda de lo normal, que yo tomé como un suspiro de resignación. Y creo que no fue otra cosa. Las miradas se sucedieron entre los funcionarios, el director, los jefes de servicio, el subdirector de seguridad y la jueza. Esa fue la confirmación: resignación.

En la calle, muros para afuera, existe una ley. Aquí, de muros para adentro existe otra ley distinta, ni mejor ni peor. Distinta. Y por muy jueza que seas, bonita, aquí adentro tú no pintas nada. No llegarás nunca a saber. Podrás imaginar, podrás elucubrar, pero nunca podrás llegar a saber fehacientemente, nunca podrás probar nada.

La ley de la cárcel es simplemente distinta a la ley que rige en la calle. Más leal, más noble, más expeditiva. No es pública. No respeta los Derechos Humanos ni todas esas mariconadas que se dicen respetar las leyes de la sociedad, de la calle, pero que a la hora de la verdad no se respetan, se dejan de lado.

― Puede retirarse y, si han terminado con la celda, puede volver a ella.

― Muchas gracias, Señoría. ¿Si no ordena nada más? –Dije poniéndome en pie y adoptando la posición de firmes.

― Nada, gracias –se le escapó. Estaba acostumbrada a trabajar con los miembros del Benemérito Instituto.

Volví a mi celda, que ya había sido desalojada del cadáver de Paco. Abrí las dos hojas de la clariosa y también la burda para que un poco de corriente de aire se llevara lo poco que quedara del espíritu de Paco: su espíritu, su alma, su olor. Metí todas sus cosas en bolsas de basura. Desmonté la litera y lo llevé todo al almacén. No quería que hubiera nada de Paco en la celda cuando nos chaparan a las 14:00.

Cuando hube terminado, salí al patio. Allí estaban mis compañeros de penitencia, mis compañeros de castigo. Sentados unos, paseando otros. Cuando me vieron, hubo una parada, un lapsus. Pero fue como un parpadeo. Nadie habló. Nadie dijo nada. No hacía falta. En la cárcel no hace falta hablar para dar a entender algo. Hay cosas que se saben y punto.

Normalmente, en el día a día del patio, la mirada que pueda dirigir un preso a otro preso pasa a través de él y choca contra el muro. Miramos, pero no vemos. Sin embargo, hoy, cuando he salido al patio, las miradas no me han atravesado, sino que se han parado, se han fijado, han chocado contra mí. Mis compañeros me han visto. Incluso he podido apreciar algún asentimiento, casi imperceptible, e incluso alguna sonrisa.

O eso me ha parecido.

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