Hoy: 25 de noviembre de 2024
De la calle de La Cárcel donde en Baeza vivía, frente al edificio que fue cárcel y sigue hoy con la fachada intacta de su hermosura, don Antonio pasa a la Calle de los Desamparados, en Segovia… Lo suyo es un destino, una complicidad de todos por no verlo feliz.
Sr. Palacio
Segovia
Mi buen amigo: Necesitaría de su generosidad pueda encontrarme una pensión barata, ya sabe usted que yo no puedo…, que esté cerca del Instituto y que no cueste más de cinco pesetas al día.
Lo único que necesito es una mesa, una silla y una estantería para libros. Desde luego una cama, pero eso ya se sobreentiende.
Suyo agradecido
Antonio
Desde este instante que sigue, voy a dejar que hable el don Antonio que también llevo dentro. En primera persona, él y yo, juntos, escribiremos esta huella de palabras que deja quien muere y de la que se aprovecha, para seguir viviendo, el que vive. Desde este momento va a hablar don Antonio, y ustedes disculpen que sea yo quien le añada un poco de mi emoción, que sea yo un poco quien lo escriba:
Hacía tanto frío en aquella casa segoviana, que muchas tardes tenía que abrir la puerta del balcón para que se calentara un poco el dormitorio. Una estufa de kerosén me dio la patrona… y el primer día casi me ahogo.
Menos mal que estaba cerca Madrid adonde viajaba todas las semanas para escribir con mi hermano cosas de teatro, avivar tertulias, pasear, pasear bajo los árboles de la Castellana y ver a mis sobrinos. A veces, eran tan pocas las ganas que tenía de volver, que escribía al director del Instituto un telegrama:
Perdido tren. Hoy y mañana.
De todas maneras, nunca suspendía a ninguno de mis alumnos. Ellos fueron los hijos que no tuve… y me profesaban cariño. Quizá por verme avejentado y solo, caminar lentamente con mis zapatos viejos.
Un viernes a mediodía, se me acercó un conocido y celoso padre para que en el tren cuidara de la virginidad de su hija que, además, no era tan niña. Yo la vi en seguida subir al vagón y, detrás de ella, a su novio que era artillero y que todo el viaje mantuvo las manos ocupadas. Y me dije: ¿Para qué más guardián que un artillero?
Yo, para todo viaje
–siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—
voy ligero de equipaje.
El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tosferina.
¡Vamos en una centella!
En Segovia, daba largos paseos hasta el Alcázar o bajaba a la ermita de la Fuencisla, junto al sepulcro de San Juan de la Cruz: ¡aquella alma de fuego! O veía subir el humo de mi taza de café a la espera de que asomara la punta del poema, para el cual yo tenía siempre preparada una servilleta de papel (1).
El poema nacía igual que un niño: lleno de sangre y telas pegajosas que en seguida yo limpiaba, con el papel y los labios, ese primer frío de la soledad. Más tarde me miraba, y luego era él quien me envolvía.
Segovia había de regalarme, cuando ya no esperaba de la vida otros regalos, el alivio más dulce que ni siquiera estaba en condiciones de imaginar. Se ve que cuando uno olvida la esperanza ella sola se encarga de resucitar.
Con más de cincuenta años pocas candelas se encienden: queda, a la espera de un viento que las lleve, el estorbo de las cenizas. No obstante, alguien prendió una rama nueva en lo que yo consideraba ya perdido:
-Don Antonio Machado
-La señora Pilar de Valderrama
Nota: (1) En las muchas conversaciones que mantuve con Fina de Calderón, siempre tan generosa, me prometió regalarme una servilleta de papel con un poema, que Machado escribió en un bar en presencia de su padre. Lamentablemente Fina murió y yo nunca pude ver ese escrito que, con toda seguridad, Fina había traspapelado.