Cuando se detecta un tumor y no se conoce aún su naturaleza, surgen muchas dudas. Especialmente si existe la sospecha de que pueda tratarse de algo grave. Comprender las diferencias entre un tumor benigno y uno maligno es clave para interpretar el diagnóstico y conocer sus implicaciones para la salud.
Un tumor aparece cuando las células del cuerpo comienzan a crecer de forma descontrolada. A partir de ahí, su clasificación depende de cómo se comportan esas células. Esa es la principal diferencia entre un tumor benigno y uno maligno.
Los tumores benignos crecen lentamente. No invaden tejidos cercanos ni se diseminan a otras partes del cuerpo. En la mayoría de los casos, pueden extirparse mediante cirugía y no suelen reaparecer una vez eliminados.
En cambio, los tumores malignos son mucho más agresivos. Sus células invaden tejidos adyacentes y pueden diseminarse a través del sistema sanguíneo o linfático a otros órganos. A este proceso se le conoce como ‘metástasis‘, según informa el diario Excelsior.
Al observarlos al microscopio, las diferencias se hacen evidentes. Las células de los tumores malignos presentan una apariencia anormal, se multiplican rápidamente y pierden su estructura habitual. Por el contrario, las células de los tumores benignos suelen parecerse más a las normales.
También se diferencian en sus bordes. Los tumores benignos tienen límites definidos y regulares, lo que facilita su extracción sin afectar tejidos cercanos. Los malignos presentan bordes irregulares y se infiltran en estructuras vecinas, complicando su tratamiento quirúrgico.
Los tumores benignos rara vez ponen en peligro la vida. Aun así, pueden causar molestias importantes si crecen en zonas sensibles.
Por ejemplo, cerca del cerebro, donde pueden presionar nervios o vasos sanguíneos y alterar funciones como la motricidad.
En estos casos, aunque no sean malignos, pueden requerir tratamiento quirúrgico. En general, su abordaje es menos agresivo y su pronóstico suele ser positivo.
Los tumores malignos, en cambio, representan una amenaza seria para la salud. Pueden dañar órganos vitales como los pulmones, el hígado o los huesos.
Su tratamiento incluye con frecuencia cirugía compleja, quimioterapia y radioterapia. Procedimientos que pueden debilitar tanto al paciente como a su entorno emocional y familiar.
Esa es la gran diferencia: el nivel de riesgo que suponen para la vida y la salud general.