Despolarizar es la meta

10 de septiembre de 2023
6 minutos de lectura

RAFAEL FRAGUAS

La polarización es uno de los principales males de nuestro tiempo. Quien esto escribe ha incurrido, con demasiada frecuencia, en ella. Sinceramente, mea culpa. Pero el escribiente cree conservar un ápice de cordura y sabe que así no podemos continuar. Nadie merece vivir en una sociedad tan desgarrada como hoy lo está la sociedad española. Y los mediadores sociales tenemos la responsabilidad de contribuir, con la información, la opinión y la crítica, a tender puentes para que la sociedad se informe, dialogue y discuta, con miras al bienestar general.

En España, tenemos una herencia inquisitorial tóxica que mantiene, todavía, su ponzoñosa huella entre nosotros. De ella heredamos una historia compleja y conflictiva con múltiples causas: imposturas del poder, individualismo exacerbado, falta de respeto por lo público, derrotismo, envidia, clasismo… Poseemos, como comunidad, otro acentuado defecto que ya Miguel de Cervantes tratara en su novela universal: una autoconciencia según la cual, cada uno de nosotros cree ocupar una posición social superior y por encima de la que realmente ocupamos. Esto se denomina alienación o enajenación, la misma que sufrió Alonso Quijano al pensar que, en vez de ser únicamente un hidalgo provinciano, era miembro singular de una élite caballeresca y cosmopolita.

Si reparamos en nuestra escena histórica, también actual, y empleamos categorías sociales clásicas, a grandes rasgos cabe decir que muchos trabajadores y asalariados creyeron y creen realmente ser burgueses; muchos burgueses se consideran a sí mismos aristócratas; mientras la aristocracia económico-financiera cree sentirse investidas de un poder incuestionado e incuestionable, que hundiría sus raíces cerca de la divinidad. La conciencia alienada es una gran tara de la sociedad española, a la que surca transversalmente de un extremo a otro. Este encabalgamiento ha impedido, a lo largo de la Historia, que la percepción de la realidad social y política se ajuste a ella, dando lugar a innumerables fracasos políticos y a distintos tipos de quijotismo. Desfacer entuertos y defender a los débiles es tarea bien necesaria; pero confundir molinos con gigantes no lo es: obedece a un delirio.

Una cosa es aspirar a ser caballero andante y otra, bien distinta, creérselo cuando se es un simple hidalgo rural. Una cosa es anhelar ascender en la pirámide social, cosa que la democracia puede procurar, y otra bien distinta creer que ya se ha llegado a la posición anhelada y obrar como si tal fuera la realidad. Tal vez a esta alienación, a esta enajenación, debamos el hecho de que la burguesía española, a diferencia de las burguesías europeas más avanzadas, en vez de aplicarse, en su día, a realizar un programa político y económico propio, incluso una revolución al modo de la francesa, la norteamericana o las inglesas, que hubiera dinamizado la vida en nuestro país desplazando del poder a la aristocracia, por el contrario adoptara la conciencia y los gustos de ésta para, instalada en el rentismo, dejar así vía libre a todo tipo de validos, espadones y trepadores; fueron aquellos los que se encaramaron sucesivamente en el poder al amparo de muchos monarcas educados en un dogmático limbo asocial y singularizados, casi todo ellos, por su inepcia política.

Primer paso

Por consiguiente, recobrar la conciencia de la situación que realmente se ocupa en la sociedad puede ser un primer paso para salir de la histórica deformación de la percepción de cada clase social sobre su ubicación en el puzzle comunitario. Este logro permitiría averiguar quiénes son los interlocutores verdaderos de cada segmento social, cuya interlocución podría permitir una base inicial para comenzar a tender puentes. Puentes necesariamente articulados por un lenguaje común que permita conversar, dialogar y entenderse. Como vemos, hoy, la sociedad habla lenguajes bien distintos. La brecha generacional al respecto es bien intensa.

La Educación fluctúa al pairo de un criterio formativo consistente y estable, mientras la Cultura ha sido abducida por el Deporte-negocio, no el que estimula cuerpos y mentes, sino el que especula y degrada. La sacrosanta tecnología, de elefantiásica e incontrolada envergadura, ha roto los ejes espacio-temporales sobre los que se ha desarrollado el pensamiento a lo largo de los siglos. La inteligencia artificial y la robótica parecen buscar únicamente el incremento de la productividad a costa de devaluar el trabajo humano.

Los mecanismos de mediación social, los mediáticos, periódicos, radios, televisiones, redes, cuya misión cardinal habría de ser la de poner en relación esas distintas capas sociales, fallan estrepitosamente y en vez de conectar a esas diferentes clases, que muestran posiciones e intereses distintos, se dedican generalmente hoy a cebar la tóxica polarización que todos padecemos. El sustantivo ha desaparecido de la información de los medios para ser suplantado por el adjetivo, cuanto más lesivo, mejor.

En el terreno de la Educación, para salir de este impasse tan polarizado y estéril sería conveniente acudir a uno de los Diálogos de Platón en el cual preguntan a Sócrates qué es lo que no siendo grande, tampoco es pequeño. Y Sócrates sale del atolladero que la pregunta plantea con una hallazgo genial y responde, “lo que no siendo grande tampoco es pequeño es, en realidad, lo otro”.

Esta otreidad, este reconocimiento de que las dicotomías, polaridades y antagonismos insuperables, lo blanco y lo negro, lo rojo y lo azul, fuentes de tantas guerras y conflictos, son lógicamente superables mediante esa nueva y otra dimensión: es donde surge lo gris, lo morado, lo mixto, la tercera vía que sale de la confrontación y permite, mezclar, acordar y avanzar, integrando elementos de ambos extremos para superar racionalmente la tensión que los paraliza en el conflicto frontal. Incorporar este concepto sería un componente sustancial del antídoto que las gentes de buena voluntad buscan para salir de la desgarradora polaridad que nos divide y enfrenta.

Un componente más para dejar atrás la tóxica polarización que envenena las relaciones sociales y políticas en España lo constituye la necesidad de abandonar las presunciones de conductas ajenas. Son las denominadas expectativas, del estilo de “como mi adversario, sus ascendientes o ancestros antes hicieron esto, él hará lo mismo ahora”.

Esta deformación del juicio, que tiene mucho que ver con el legado inquisitorial, en el plano general es la causa de las terribles guerras preventivas que desangran nuestro mundo –las de Ucrania, Irak, Libia, Siria y Yemen son algunos ejemplos–: y, en el plano interior, desencadenan todo tipo de disputas, rencores y resentimientos. Hoy es más preciso que nunca enjuiciar a quienes consideramos adversarios por lo que realmente hacen y dicen, no por lo que presuponemos que van a hacer o decir. Esto se aplica en todas las direcciones ideológicas. Cada uno es hijo de sus obras, no de lo que cree ser o lo que los demás suponen que él es.

En fin. Abandonar la herencia inquisitorial; tomar conciencia de la posición social que realmente se ocupa; erigirse así en interlocutor real de los intereses propios y conocedor de los que sustentan los demás; desterrar la atribución de expectativas a conductas ajenas; buscar un lenguaje común, inteligible y transversal; asumir la otreidad, la convicción de que en la sociedad existen vías alternativas al choque frontal; convencerse de que no hay contradicciones insolubles cuando se admite, por empatía, la presencia de intereses distintos a los propios… todo ello parece tornarse en un inicial prontuario para erradicar, de manera eficaz, la funesta polarización que tanto daño nos está haciendo desde hace tanto tiempo.

No deliremos, como el pobre Alonso Quijano. Desde luego, los conflictos no van a desaparecer, como tampoco lo harán las clases caracterizadas por sus distintas posiciones sociales e intereses; pero sí cabe mitigarlos y reducir el sufrimiento que por doquier generan. En esta necesidad de reducir al mínimo el sufrimiento reside la esencia de lo que casi todas las gentes de bien creen o anhelan que ha de ser tarea central de la Política, con mayúscula.

Tenemos la obligación de conversar, de dialogar, de intentar reamistarnos en cuestiones básicas, poniéndonos empáticamente en el lugar del otro, de los otros. La democracia puede ser ese lenguaje común que buscamos para entendernos y su marco, la Constitución, la ley de leyes, susceptible asimismo de ser enmendada racionalmente si triunfa ese diálogo que añoramos para el bien de nuestro país de países, cuyo pleno disfrute nos espera entonces. Muchas virtudes, superiores a nuestros defectos, perlan nuestros pueblos. Pongámoslas en marcha.

[Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid].

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