Hay épocas del año que no se explican solo por el calendario. La Navidad es una de ellas. Algo en el aire, quizá la luz más baja, quizá la memoria, nos vuelve más permeables a la emoción, más proclives a la nostalgia, al optimismo y, curiosamente, al chocolate. Porque si el amor tiene estaciones, el cacao tiene una: diciembre.
No es casual que, cuando las calles se llenan de villancicos y escaparates iluminados, el chocolate emerja como un sacramento doméstico. Turrones, bombones, figuras envueltas en papel dorado. No hablamos de un simple alimento, sino de un mediador simbólico entre el cuerpo y la esperanza. Una liturgia laica que se celebra en salones, cocinas y sobremesas. Y como toda liturgia que se precie, tiene una sólida base química.
La Navidad nos invita, casi nos empuja, a creer: en la familia, en la bondad, en la posibilidad de un mundo un poco mejor. Incluso en Dios, aunque solo sea durante unos días. El chocolate ayuda. Mucho más de lo que sospechamos.
Empecemos por la feniletilamina, la célebre “molécula del amor”. Nuestro cerebro la libera en el enamoramiento, en el deseo, en la euforia del encuentro. También aparece, de forma nada inocente, en el cacao. Su efecto es inmediato: eleva el estado de ánimo, reduce el escepticismo y nos vuelve ligeramente crédulos. No es difícil entender por qué, tras un par de bombones, la humanidad parece menos insoportable y la Navidad más verosímil.
Le sigue la teobromina, cuyo nombre, no lo olvidemos, significa “alimento de los dioses”. Un detalle etimológico que en estas fechas adquiere un matiz casi teológico. La teobromina estimula suavemente, mantiene la atención despierta y prolonga la sensación placentera. Es la sustancia perfecta para sostener largas sobremesas familiares, conversaciones reconciliadoras y esa súbita necesidad de abrazar incluso a quien el resto del año, quizá un cuñado, evitamos.
Y luego está la dopamina, la gran sacerdotisa del sistema de recompensa. El chocolate la libera con generosidad. Nos hace sentir que algo bueno está ocurriendo, que hemos sido recompensados. ¿Por qué? Por abrir un envoltorio. El cerebro no distingue entre un logro moral y un bombón bien ejecutado. En Navidad, esta confusión resulta providencial: nos sentimos mejores personas sin haber cambiado demasiado.
No olvidemos el triptófano, precursor de la serotonina. Tras el entusiasmo inicial, llega la calma. El bienestar. Esa paz tibia que nos vuelve más tolerantes, menos beligerantes, más abiertos al perdón. El chocolate, así, no solo estimula el placer: facilita la concordia. Es un ansiolítico social perfectamente aceptado.
Desde el punto de vista neuropsicológico, todo esto tiene una consecuencia fascinante: el chocolate aumenta el optimismo. Y el optimismo, a su vez, favorece la creencia. No necesariamente en un dogma concreto, pero sí en algo que nos trasciende: el sentido, la comunidad, la esperanza. No es extraño que en Navidad, con el cerebro bañado en dopamina y serotonina, resurja una espiritualidad suave, doméstica, incluso en los más escépticos.
Creer en Dios, o al menos en la bondad del ser humano, requiere un cierto estado neuroquímico favorable. El chocolate lo proporciona. Es, si se quiere, un coadyuvante teológico. Una ayuda bioquímica para que el misterio resulte menos inverosímil.
Por eso el chocolate no es solo un regalo: es un mensaje. Cuando ofrecemos bombones en Navidad, no estamos diciendo “te quiero” únicamente. Estamos diciendo: “quiero que te sientas bien, que estés más tranquilo, que mires el mundo con menos dureza”. Regalamos una pequeña alteración consciente del estado cerebral del otro. Un gesto de amor… o de manipulación benévola, según se mire.
El chocolate navideño tiene además una virtud que lo emparenta con lo sagrado: se comparte. No se come a escondidas (o no siempre). Se parte, se reparte, se ofrece. Como el pan. Como el vino. Como si la química del placer necesitara, también, un contexto simbólico para desplegar toda su potencia.
Alfred de Musset escribió: “Duda de la luz de las estrellas… pero no dudes jamás de mi amor”. En versión navideña y menos lírica podríamos decir: “Duda de los discursos, de las promesas y de los propósitos de Año Nuevo, pero no dudes del efecto de una buena tableta de chocolate negro compartida en Nochebuena”.
Al final, la Navidad es un pacto frágil entre lo que somos y lo que querríamos ser. Dura poco. Se desvanece en enero. El chocolate lo sabe y no promete eternidad. Promete placer, consuelo, una tregua. Y cumple.
Porque el amor humano es complejo, la fe vacila y el optimismo se erosiona. Pero el chocolate, fiel a su fórmula molecular, siempre actúa. Se derrite a la temperatura justa del cuerpo humano, como si hubiera sido diseñado para recordarnos que la felicidad no siempre es trascendente, pero casi siempre es química.
Así que esta Navidad, entre luces, recuerdos y villancicos, no subestimemos el poder del cacao. Brindemos con una onza de chocolate negro por esa sustancia que nos hace un poco más amables, un poco más crédulos y bastante más felices.
Quizá creer sea eso: una combinación precisa de esperanza, memoria… y dopamina.
Feliz Navidad.
Que la fe, la esperanza… y la dopamina nos acompañen.