Los ciclos de la tierra, como los del hombre, pueden alcanzar cimas de belleza inigualables. La flor azul de la lavanda convierte las llanuras en cielos sosegados donde la paz reposa. Justifica San Juan de la Cruz este desborde al paso de Dios sobre las cosas, que las va dejando vestidas de su su hermosura.
Por imperativos de un vivir nuevo somos ahora más proclives a una existencia de asfalto que termina olvidando las amapolas y no sabiendo los niños qué es un cordero si no fuera por los dibujos animados. Muchos desean que lleguen los fines de semana para ver en Extremadura cómo florecen los cerezos o cómo los naranjos encienden en primavera el oro de sus sabores.
Junto a Guadalajara y a otros muchos pueblos de Castilla, aprendo hoy que en la murciana Moratalla también se desperezan las lavandas. Alegría de saberlo porque en Moratalla íbamos en familia los veranos con unos tíos que nos llevaban de viaje a Caravaca por una carretera estrecha. Allí aprendí a montar en bicicleta y a ser un poco generoso, como mi tío Antonio, veterinario, que casi nunca cobraba a quienes le llevaban una cabra enferma porque “a los pobres hay que darles y mucho más si no vienen a pedirte”… Desde Moratalla me llegan hoy el perfume añil, inconfundible, de sus lavandas.
Pedro Villarejo