Hoy: 25 de noviembre de 2024
De Boda
Cualquier historia de amor en nada se parece a otras historias y, sin embargo, en casi todo son iguales. Cambian los protagonistas, el tiempo de la escena, el vestido de novia o el banquete, pero es único el hilo de la madeja.
El día de su boda, Leonor era más Leonor que nunca levantada en su negro vestido de seda. Y don Antonio, de rigurosa etiqueta, un muchachón en trinos doblando la esquina de la iglesia.
Antonio Machado, que trae en su memoria algunos casos que recordar no quiere, se descubre en Soria un hombre nuevo con pecho de león enamorado. Cuanto ve es Leonor: las fechas de enamorados que enseñan los álamos del Duero, la lira en que se convertirá mañana su madera, el agua que pasa y corre y sueña, es Leonor. Leonor dueña de todo y ella misma álamo, canción y agua. Soria no es más que el sitio de su corte: un palacio desde donde Leonor se asoma consumida por delicadezas, pero que eternamente cobijará también el misterioso murmullo de lo imposible. Cuando ella falte un día, nadie, ni siquiera el poeta, podrá arrancar de Soria aquel perfume.
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Como el alfarero de todos los amores es el mismo y este amor, por amor, tiene tanto parentesco con los otros, se me ha venido a la boca la locura de Abderramán por Azahara, tan parecida a la don Antonio con su niña. Tanto, que hay momentos en que la imaginación me viste al poeta de califa y a Leonor de favorita.
“Me apartaré de quien de tí pueda apartarme”, parece que había mandado esculpir Abderramán III en cada columna de palacio (¿No son, acaso, las columnas aquellos álamos del río escritas con las fechas del amor?. Docenas de surtidores, a diferentes niveles, agotaban la armonía de los sonidos en una Córdoba donde estaba presente la música si estaba presente el amor. Amor, Azahara, mi amor… fue la consigna de aquel Imperio donde lo único que tenía sentido era aquello que pudiera cautivar o sorprender o más enamorar a la princesa (Mi corazón está donde ha nacido/ no a la vida, al amor, cerca del Duero…). Y ella –Azahara, amor–, de tan acariciada, echaba al vuelo sus palomas porque le era imposible sostener tanta paz en su pecho de favorita. Leonor, en cambio, murió por no saber dar libertad a tanto abrazo.
Por toda la ciudad de Soria –que entonces contaba con 7000 habitantes– corría de mano en mano una cartulina color de rosa llevando la invitación de los enamorados:
Mañana viernes, a las diez,
en la Iglesia La Mayor,
contraerán matrimonio la señorita Leonor Izquierdo y
el señor don Antonio Machado.
Acto al que tienen el honor de invitar a ustedes.
Bernardo de Robles 7
Viernes, 30 de julio soleado, de 1909.
Doña Ana Ruiz, un tanto disconforme con la boda de su hijo preferido, fue la madrina. El padrino, don Leonardo Cuevas, tío de Leonor. Catedráticos y amigos acompañaban el cortejo desde la Calle de los Estudios, atravesando El Collado, hasta la iglesia, mientras el poeta sufría el suplicio de los curiosos que alborotaron la comitiva hasta el punto que el diario Tierra Soriana, señalaba esta nota en sus páginas de la mañana siguiente: No nos explicamos todavía la insana curiosidad que en actos semejantes se suele despertar en gentes desocupadas. Otra vez la España amarilla de la envidia, Castilla que desprecia cuanto ignora.
Los novios –según consta en la partida matrimonial– recibieron las bendiciones nupciales y confesaron y comulgaron.
“Guardo de Soria el recuerdo de mi breve matrimonio con una mujer a la que adoré con pasión y que la muerte me arrebató al poco tiempo”…
Dios los habrá juntado otra vez y para siempre, ante el agua que pasa y corre y sueña del Duero cantarín y minucioso.