El beso, para que alcance verdad, ha de ser ternura que ya no puede contenerse, río de señales sin palabras. El Cantar de los Cantares comienza exigiendo: «¡que me bese con los besos de su boca!», y San Pablo recomienda en sus Cartas: «Salúdense con el beso de la paz»… quizá toda la Escritura sea un largo beso sostenido por la emoción de Dios que se recrea en querernos.
Jiménez Lozano tiene escrita una bellísima parábola en la que Jesús pide a Judas que lo ame hasta el extremo de traicionarlo, que lo ame de tal manera que, hecha la entrega, esté en condiciones de soportar para siempre el desprecio del hombre. Judas se quedó entonces con la enorme cicatriz del beso abierta: donde la historia dijo traición hasta hoy, habremos de escribir amor extremo y convenido. ¿Quién puede negarnos que aquel beso tan execrable no fuera «un arreglo», una exigencia de amor más grande que Jesús pidiera a Judas?
Mientras tanto, besar es hacerle un sitio a la sed en nuestros labios, cerrar los ojos y cruzar el miedo de querernos, llegar más adentro del otro y descubrir en su humedad destinos diferentes. Los españoles, ya se sabe, besamos de distinta manera.