En el oscuro universo de la administración pública, donde la decencia a menudo es una quimera, existen códigos no escritos que definen el territorio del poder. No son leyes ni reglamentos, sino un pacto tácito, una ley de la selva que rige a aquellos que han hecho del oficio un negocio. Pero hay una regla de oro, una verdad sagrada que nadie puede romper: el único autorizado para llenarse los bolsillos es el que está en la cúspide de la jerarquía. La máxima es clara, se proclama con la arrogancia del que tiene el control de la llave de los fondos, el que decide: «Aquí solo robo yo.»
El jefe, el jerarca, el que detenta la autoridad, a menudo tolera las pequeñas ilegalidades de sus subalternos. Les permite que se sirvan de las sobras de la corrupción, que reciban pequeñas dádivas o que saquen una tajada discreta de alguna diligencia. Es una especie de peaje no oficial, un permiso silencioso para que se sirvan de las migajas que caen de la gran mesa de la malversación de fondos públicos.
Sin embargo, la tolerancia del jefe tiene un límite, un punto de quiebre donde la indignación se mezcla con el resentimiento. La cólera del superior no surge cuando descubre el acto ilícito de un subalterno, sino cuando se da cuenta de que el de abajo ha superado la cuota de ganancia. Cuando el subordinado se atreve a facturar más, a llenar sus arcas con más dinero sucio, la envidia se apodera del jefe. No es una indignación moral, sino una desmedida frustración. «¿Cómo se atreve este a hacer más que yo?», se pregunta el jerarca, y su rabia es profunda, personal, una afrenta a su propia dignidad de ladrón mayor. Se siente burlado y traicionado.
El conflicto de intereses es grotesco. Mientras el jefe está enfrascado en sus negocios grandes —los contratos millonarios con sobreprecio, las licitaciones amañadas, el cobro de comisiones de las empresas fantasmas—, descubre que el subalterno se ha estado lucrando con sus propios «negocios» menores, como el cobro de sobornos para agilizar trámites o el desvío de insumos y materiales de la oficina. Lo que en otro contexto serían crímenes, en este universo se vuelven una disputa territorial. El problema no es el robo, sino la osadía de hacerlo sin permiso y de forma más productiva que el propio superior.
La respuesta del jerarca a esta afrenta no es una auditoría interna ni una denuncia ante las autoridades. Sería el colmo de la ironía. En cambio, busca sancionar de forma interna a su subalterno, aplicándole todo el peso de la «autoridad» que le corresponde. Lo despoja de sus funciones y lo deja de lado, convirtiéndolo en un paria en su propio entorno laboral, una especie de paria moral en un mundo sin moral. Los prejuicios que le causa esta situación son infinitos. Se siente traicionado en su propia guarda de la corrupción. El mensaje es claro: en este reino de la ilegalidad, la única ley es la del más fuerte, y el más fuerte es el que decide quién puede robar y cuánto. Al final, los únicos perdedores son los ciudadanos, que ven cómo la institución que debería servirles se descompone desde adentro, víctima de una batalla de egos entre ladrones.
«El hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir.»— Mark Twain
Crisanto Gregorio León – Profesor Universitario