En estos tiempos donde la Navidad parece ocupar cada rincón de nuestra geografía, una extraña paradoja se cierne sobre nosotros. Mientras las luces decorativas pretenden iluminarlo todo, muchas veces funcionan como una venda que nos impide ver lo que ocurre en las sombras. Es el fenómeno del confort anestésico: la creencia de que, si tu mesa está servida y tu hogar es cálido, el sufrimiento del mundo ha hecho una tregua. Pero la realidad es otra, y el llamado a «abrir los ojos» resuena hoy con una urgencia que trasciende lo meramente estacional.
Como en el Estanque de Siloé, la curación de tu ceguera espiritual requiere un acto de voluntad y un baño de realidad. Existe una patología de la indiferencia que se resume en el viejo adagio: «Barriga llena no cree en hambre ajena». Esta desconexión nos permite ignorar que la verdadera esencia de estas fechas reside en el mandato supremo de la caridad activa. No puedes olvidar aquellas palabras que definen el juicio final del hombre: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí».
Abrir los ojos significa reconocer a Cristo, al «Enviado» en el rostro del que padece. Hoy, la cárcel no solo son muros de piedra; hay quienes viven en la prisión invisible de las carencias financieras que les arrebatan la libertad de movimiento, de salud y de dignidad. Desde la psicología, entendemos que la comodidad actúa como un mecanismo de defensa que nos aísla, pero desde el espíritu, la visión debe ser integral. No basta con mirar la estrella en lo alto de la bóveda celeste si no eres capaz de bajar la vista hacia el hermano que camina a tu lado sin medicinas, sin pan o sin esperanza.
Tú sabes perfectamente quién es el prójimo que necesita de tu ayuda. No te distraigas ni intentes fingir un estrabismo espiritual que mira hacia otro lado para evitar el compromiso. Recuerda que tu bondad es también tu purga por tus propios pecados; al servir, te sanas. No subestimes el poder que llevas contigo: en tu decisión y en tu desprendimiento guardas las llaves que pueden abrir las puertas de la libertad para alguien que hoy se siente cautivo del abandono. Deja que Dios, con su saliva y el barro del piso, te quite la ceguera y lávate en el estanque de Siloé para convertirte en el libertador que rompe los cerrojos de la miseria ajena. El espíritu te llama a despertar; Dios no tiene otras manos en la tierra que las tuyas.
«Aquel que no vive para servir, no sirve para vivir.»
— Atribuida a San José de Calasanz
Doctor Crisanto Gregorio León
Profesor universitario