García Lorca en Buenos Aires. Capítulo IV

7 de noviembre de 2023
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García Lorca
Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes. | Fuente: Residencia de Estudiantes / Europa Press

El Buenos Aires que Recibió a Federico (y II)

Del café Tortoni y de otras peñas llegaban a SIGNO los ami­gos de la noche con sus telas pintadas o sus partituras, sus cuentos o sus poemas, a beber el café que siempre alarga las horas.

Pablo Suero era un crítico teatral que frecuentaba la tertu­lia ofreciendo la picardía de su ingenio. Le llamaban “las mejillas más aplaudidas de Buenos Aires”, ya que sus comen­tarios mordaces e incisivos, suscitaron a menudo la airosa reacción de autores, actores y directores de escena. Llegó Suero una noche al subsuelo del Castelar y proclamó qué, des­pués de haber leído a los griegos, se sentía poseído por una gran serenidad helénica. Pero al poco rato provocó una triful­ca en la que volaron sillas y botellas. Ese fue el final del Signo.2

Acaban de nacer nuevas líneas de subterráneos, se ensanchan los ferrocarriles y todos los medios masivos de transporte… está asomando sus trompetas la incomunicación de los pueblos y se pierde, dolorosamente, esa amistad de recono­cerse por la calle. Las peñas son un intento de clavar las agujas en todo lo que al hombre le hace ser más hombre: presencia en el compartir. Con otras palabras, Pablo VI lo llamaría luego “la civilización del amor”.

Buscando el amor, la dignidad y la evolución llegan a Buenos Aires, entre 1920 y 1930 casi trescientos mil inmigrantes, en su mayoría españoles e italianos. Muy pocos eran en España los que se libraban de tener un tío en América, y Federico García Lorca no va a ser una excepción. A su llegada le espe­ran los parientes y tantos paisanos que sembraron claveles granadinos y la devoción a la Virgen de las Angustias en los “Cármenes” pequeños de Buenos Aires. Resignados inocen­tes, ahorrativos, llenos de fideos y esperanzas, los miembros de estas colonias siguen sujetos a un acento que no pierden, acaso la única barca que los lleva y los trae por los recuerdos.

La gran crisis económica desatada en Europa y Norteamérica por los años finales del 20, no es ajena a la Argentina. Cuando García Lorca llega a Buenos Aires, el país vive el clímax de una economía decadente que en parte será olvidada, sublimada quizá, por los intensos valores espirituales que deja el Congreso Eucarístico celebrado en el 34. El Cardenal Pacelli, un faraón en el gesto, redescubre en perfecto español los aciertos de la fe. Sería Papa unos años más tarde, pero y ya los hombres argentinos han perdido la vergüenza de co­mulgar en público, de hablar de Cristo con sus hijos, encon­trando una nueva libertad que se trasmite en el comporta­miento.

Las crisis de Argentina, si bien son parecidas a las del mundo, están siempre respaldadas por la llanura infinita de sus tierras, donde es verdad que los animales y los trigos crecen solos entre grandezas de paisaje. Donde también es verdad que el campo —seguimos hablando de aquellas fechas— vive una es­tructura casi feudal. El patrón es el dueño de la estancia, y los poderes sobre sus subordinados llegan hasta la vida y la ha­cienda. En el noreste y el noroeste, las grandes firmas produc­toras de Tanino desmontan la enorme riqueza del quebracho pagando con bonos que solamente son válidos en sus propios almacenes. El “mensí” es casi un esclavo del patrón. Lo mismo ocurre con los grandes productores de azúcar de Tucumán, Salta y Jujuy.

García Lorca conoce bien estos estilos. Su padre es un rico terrateniente que ha ido comprando poco a poco tierras al duque de Wellington, en el llamado Soto de Roma. Son tie­rras recibidas por la ayuda que prestó el inglés en las luchas contra Napoleón. Huertas y cortijos acrecientan las riquezas de Don Federico, un hombre hábil para los negocios y que, según dicen, tuvo siempre la mano abierta para los necesi­tados: nadie a su lado pasaba estrechez, muchos le debían por caridad lo que hoy, quizá, fuera simplemente justicia. Con la agudeza de la crisis en Argentina, la desocupación de los primeros años de la década del 30 se habían converti­do en un problema insoluble. Nacen las primeras “villas” hoy llamadas de emergencia; algunas de ellas, como la Villa Esperanza, en las inmediaciones de Retiro, eran propiciadas por el mismo gobierno ante el hecho de que “los conventillos” habían colmado sus capacidades.

Los movimientos obreros socialistas, anarquistas, anarco-sin­dicalistas y comunistas intensifican sus actividades ante un buen “caldo de cultivo”. Tito Broz, más tarde mariscal Tito de Yugoslavia, trabaja en Buenos Aires de obrero de riel para esconder sus actividades de dirigente anarquista.

El desgobierno radical, la crisis, el descontento general, la pobreza… son aprovechados por el grupo revolucionario que el 6 de setiembre de 1930 instala en el gobierno a un mi­litar bien intencionado: el teniente José Félix Uriburu, quien deja el mando dos años más tarde y muere en París con el so­lo capital de su retiro.

El viejo y carismático líder Yrigoyen es derrocado y encarce­lado en la isla de Martín García por un tiempo, y luego li­berado. Vive sus últimos días en la pobreza, olvidado hasta por los suyos que, a la hora de su muerte, se despiertan ante la injusticia de haberlo abandonado y le acompañan clamoro­samente hasta el cementerio.

Casi a mediados del 31 se vive también en Buenos Aires la caída de la monarquía española, dividiendo a los inmigrantes ibéricos en sectores monárquicos y republicanos que, más tarde, con la guerra civil, habrán de oponerse decisivamente. Otro tanto ocurrió con los partidarios y contrapartidarios de Mussolini. Buenos Aires se convertía en un teatro de antago­nismos difícil de describir.

Por otra parte, incongruentemente, acompañada de estas crisis sociales y políticas, crecía el Buenos Aires de la cultura, de las ciencias y de las artes. Aunque su población universita­ria no alcanzaba los diez mil estudiantes —solo podían acce­der a la universidad los hijos de las clases pudientes—, el Co­lón vivía una de sus épocas más brillantes. En el teatro se comenzaba a abandonar la temática y la influencia europea para dejar paso a los temas nacionales y costumbristas. Son representantes de esta generación Defilippis Novoa, Samuel Eichelbaum, Cunill Cabanellas . . . entre otros.

Valle Inclán, Santiago Rusiñol, Jacinto Benavente y Eduardo Marquina son los autores españoles más aplaudidos, a los que luego se sumará la figura indiscutible de Federico García Lorca, conocido por la magia doliente de su teatro.

Ya en 1931 había comenzado a publicarse la revista SUR, diri­gida y financiada por Victoria Ocampo. Además de contar entre sus colaboradores extranjeros con eminentes figuras de la literatura mundial, cobijó en sus páginas a muchos autores que surgían en el país: Borges, María Rosa Oliver, Guillermo de Torre y Eduardo Mallea. En este mismo año funda la Aca­demia de Letras Manuel Gálvez. Leopoldo Lugones, que lue­go terminaría con su vida trágicamente, era entonces el gran poeta argentino.

Y el tango.

En 1933 Carlos Gardel hace su última presentación en un teatro de Buenos Aires con la revista musical ‘De Gabino a Gardel”. Pocos meses más tarde se lo llevó la muerte en Medellín mientras nacía el mito que perdura. Sin igualarle en fama aparecen paralelamente Pascual Contursi, Rosita Quiroga, Magaldi, Tita Merello, Mercedes Simone, Ignacio Corsini. . .

Lleno de belleza y contradicciones, éste es el Buenos Aires que recibe a Federico García Lorca. Junto a Graff Zeppelin, que sobrevuela su espacio, el lechero con grandes tarros y vestido de chaqueta bordada reparte blancura a domicilio.

Así era Buenos Aires en 1933.

Hoy tiene ya las calles demasiado anchas. Sus rascacielos son los rascacielos de todas las ciudades y el pestañeo de segundos entre el rojo y el verde, abre o cierra el paso a una caravana de fuego y de ruidos. Igual que en París, como en Roma, aquí o allá una plaza, el agua surgida de una fuente y, de pa­seo, unas almas de niño que asoman a la vida.

Pero entonces:

Eran en las esquinas tiernos los almacenes

como esperando un ángel.3

NOTAS

  1. Los datos históricos de este capítulo se los debo al profesor Jorge Ochoa de Eguileor.
  2. Antonio Requeni. Crónica de las Peñas de Buenos Aires. 1984. Pág. 120.
  3. Jorge Luis Borges. Obras completas. Emecé. Pág. 83.

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