La catarsis vicaria de la mujer maltratada, el ruego a la juez que sea clarividente y el hombre de los azotes

31 de diciembre de 2025
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«En el proceso penal, la miseria humana se toca con la mano; allí, el hombre es reducido a un expediente.» (Francesco Carnelutti)

En las cortes reales de los siglos XV y XVI, existía la figura del whipping boy o niño de los azotes. Puesto que el cuerpo del príncipe era sagrado e intocable por derecho divino, se criaba junto a él a un niño de origen noble para que recibiera los castigos físicos por las faltas del heredero. El dolor se desplazaba hacia el vulnerable para salvar las apariencias del poder y no interrumpir la educación del monarca. El niño sufría en su piel la deuda ajena. Hoy, en pleno siglo XXI, asistimos a una metamorfosis de esta crueldad histórica en la figura del hombre de los azotes: aquel inocente que termina en el calabozo para satisfacer una justicia desviada que no le pertenece, pero que el sistema valida por una inercia ideológica o una ceguera procedimental que se niega a escrutar la verdad detrás de la denuncia.

El encarcelamiento de un hombre probo bajo la falsa bandera de la violencia de género no siempre responde a un error fortuito; a menudo, es el triunfo de una voluntad oscura que se articula a través de una compleja taxonomía de las razones ocultas que configuran la trilogía del horror (compuesta por la tríada: el agresor impune; la mujer instrumentalizada y el inocente sacrificado). En este perverso engranaje, el agresor real permanece detrás, manipulando los hilos para mantener su hegemonía de agresión. Para él, la aparición conveniente de un inocente a quien azotar es la oportunidad perfecta de salvarse, desviando el peso de la ley hacia un tercero mientras él preserva su dominio en la sombra. Como bien sentenciara Anatole France: «La mentira es el vicio más triste de todos los vicios, porque se miente para ocultar que se tiene miedo».

A efectos didácticos, desglosamos a continuación las siete tipologías que configuran esta anatomía de la infamia:

1. Inducción al descubrimiento por carambola judicial: en esta modalidad, la mujer somete al inocente al rigor procesal bajo la putativa idea de que el juez posea habilidades de «legeremante»; es decir, esa capacidad casi mística de penetrar en las capas del pensamiento para detectar la verdad que la supuesta víctima no se atreve a denunciar directamente. Ella lanza al inocente al foso judicial con un ruego inconfesable que subyace en su testimonio falaz:

«Señora Jueza, este hombre acusado es inocente. Mi verdadero agresor es mi marido; descúbralo usted, se lo ruego. He señalado a este hombre para que su perspicacia legeremante investigue quién es mi verdadero verdugo, aquel al que no puedo nombrar porque literalmente me mataría a mí y a mis hijos. Usted, que debe poder leer entre las sombras de mi miedo, descúbralo y hágalo preso. No me juzgue por haber mentido; no fue por propósito deliberado de maldad, sino por la desesperación de quien no halla otro camino hacia la libertad. Estoy presa de un psicópata; el acusado no es mi agresor, es solo el hombre de los azotes que paga por mi terror.»

2. El desprecio como herida narcisista: cuando una mujer de rasgos manipuladores se siente rechazada por un hombre íntegro, su psique no procesa el duelo, sino que transmuta la rabia en un imperativo ético de castigo. Para la personalidad narcisista, el rechazo constituye un delito de lesa majestad que solo se purga con la aniquilación civil y social del «ofensor». El sistema judicial se convierte así en el sicario de un ego fracturado.

3. Transferencia del victimismo y catarsis vicaria: es la liberación de la frustración propia mediante el castigo de un tercero. Al no poder o no atreverse a golpear al verdadero agresor, la mujer utiliza al inocente como sustituto para experimentar un alivio cognitivo. Es un espejismo de justicia donde el verdugo real permanece impune mientras el «hombre de los azotes» salda una deuda emocional ajena.

4. Denuncia por coacción vital y maltrato consuetudinario: caso límite donde la mujer es obligada bajo amenaza literalmente de muerte o de filicidio por su agresor real a señalar y acusar falsamente a un inocente. En este escenario, el maltrato es consuetudinario: el agresor siempre le pega, la violenta y no hay forma de huir de él. «O denuncias a ese fulano como chivo expiatorio, o te asesino a ti y a tus hijos», es el ultimátum del psicópata. Aquí, la mentira es un escudo de supervivencia y el inocente es sacrificado para salvar la vida ante el patán que la violenta.

Como reza una máxima de la psicología forense: «Se miente cuando se tiene miedo: miedo a la verdad, miedo al qué dirán, miedo a las consecuencias, miedo a perder lo que se cree tener y miedo a ser descubierto en la propia miseria». Bajo esta premisa, se desarrollan las siguientes tres vertientes:

5. Lucro o beneficio instrumental: en este escalón, la denuncia es un frío cálculo patrimonial. La cárcel del hombre es el «peaje» necesario para obtener la vivienda, pensiones o ventajas determinantes en procesos de custodia. Es la mercantilización del castigo penal.

6. Mentira por lealtad o presión del entorno: ocurre cuando la mujer sacrifica al inocente para no defraudar a un colectivo, familia o grupo ideológico que ya ha dictado una sentencia social previa. Prefiere sostener la infamia antes que admitir ante su círculo que no hubo tal agresión.

7. El efecto pantalla: se utiliza la denuncia contra un inocente como una cortina de humo destinada a desviar la atención de una falta o delito propio cometido por la mujer, el cual busca ocultar a toda costa ante la sociedad o su familia.

Es, en definitiva, una ruleta rusa donde la bala siempre atraviesa el corazón del hombre inocente, convertido en carnada para una justicia que rara vez posee la clarividencia que se le demanda.

«El proceso penal es en sí mismo un castigo, aunque termine con una absolución.» (Francesco Carnelutti)

Doctor Crisanto Gregorio León

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