La existencia humana se despliega en una tensión constante entre la infinitud de nuestros deseos y la fragilidad de nuestra biología. Como psicólogo, observo con frecuencia que el sufrimiento no nace únicamente de los traumas externos, sino de esa grieta interna que se abre cuando la voluntad dicta un rumbo y el organismo, agotado o mermado, se niega a seguir la marcha. Es el drama de la consciencia atrapada en una vasija de barro que, con el tiempo, comienza a agrietarse.
Esta lucha interna encontró una de sus metáforas más hermosas en el cine con la película Cocoon. En aquel filme, unos ancianos descubrían una fuente de energía externa que permitía a sus cuerpos recobrar la agilidad y el vigor perdidos, logrando que la materia volviera a estar a la altura de sus deseos. La cinta nos conmovía no por la fantasía alienígena, sino porque retrataba el sueño universal de reconciliar el ímpetu del alma con la respuesta física. Es la expresión de esa añoranza por una «piscina de energía» donde el cansancio de los huesos no sea un obstáculo para los planes de la mente.
El espíritu es, por naturaleza, audaz. No conoce de fatigas, se proyecta en el futuro, construye catedrales de ideas y anhela la trascendencia. Sin embargo, este ímpetu choca frontalmente con la realidad de la carne. La frustración surge cuando el «yo» que decide se encuentra con la resistencia de un cuerpo que ya no procesa la energía con la misma celeridad, o que sucumbe ante la enfermedad. Es la impotencia de querer volar cuando las alas han perdido su fuerza.
Esta desincronización nos obliga a una de las tareas más difíciles de la madurez psicológica: la aceptación de la vulnerabilidad. No se trata de rendirse, sino de comprender que el espíritu debe aprender a guiar al cuerpo con la paciencia de un jinete que conoce las limitaciones de su montura. La verdadera salud mental reside en encontrar la armonía en esa disparidad, aceptando que, aunque el espíritu sea eterno en su intención, habita en un templo que reclama su propio ritmo y cuidado.
«No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. El cuerpo es el instrumento, pero el alma es el músico.»
— Marco Aurelio
Doctor Crisanto Gregorio León