Es bien sabido que, según su condición, los niños a los siete años de edad ya han implantado en su personalidad los atributos que los definirán en el futuro como individuos. Es decir, los primeros siete años de su vida constituyen el periodo de mayor relevancia en la conformación de los rasgos de su personalidad y su visión intrínseca del mundo. No obstante, toda la edad escolar constituye para el niño o adolescente una huella indeleble, cuyos trazos se metamorfosearán, pero siempre en atención a las bases establecidas en el primer septenio de su existencia.
La delicada labor de los padres y representantes consiste en evitar el traslado de antivalores o percepciones erróneas a nuestros jóvenes e infantes, que podrían sesgar la posición axiológica adoptada por los pueblos. Esta labor debe ser reforzada por los docentes en la escuela, fundamentándose en la defensa de valores universales como la moral, la conducta, la educación, la urbanidad, la decencia, el respeto mutuo, la cooperación, el amor familiar, el respeto a la legalidad, la paz (como concepto fundamental) y el amor (como halo de unión), y el espíritu progresista en buena lid. Estos pilares dotan a los individuos de un aliento democrático, de justicia y de bien común.
Todo lo que contradiga esta concepción de la personalidad es un disvalor que conduce a la deformación de la persona. Estos antivalores, aunque posean sus propias
vertientes conceptuales, se perfilan incongruentes con la dimensión humana de un individuo bueno y educado, forjado para el equilibrio y la sensatez, y ganado para el honor. El hombre, aderezado con sublimes pensamientos y en pro de altos cometidos, se perpetúa como un ser distinto a los demás, distinguiéndose de los animales que actúan por instinto y carecen de raciocinio.
El bombardeo constante de aberraciones provenientes de distintas direcciones ha colocado a nuestra generación de relevo como una población cautiva, de blancos fáciles, de baja guardia, con los pechos tan expuestos como los cachorros indefensos. Es aquí donde la escuela juega el papel más álgido. En razón de la «calidad» del tiempo que implica el desarrollo de las destrezas del intelecto y la habilitación para la captación del conocimiento, no se puede obviar el forjamiento de hábitos y buenas costumbres. Pues el estudiante en el pupitre es, precisamente, una esponja que absorbe todo cuanto cae en ella. Succiona toda clase de material que puede retener, y aun a veces sin deber retenerlo, se queda pegado a ella sin discriminar la fuente o el contenido.
El niño es un émulo del maestro y de su entorno: de lo bueno y de lo malo, de lo cierto y lo incierto. Es una mente voraz que se interesa por todo y por todos, que siente, pero que no necesariamente sabe discernir. Es, precisamente, esta criba —el discernimiento— la que ha de elaborarse y formarse en su personalidad, mediante ejemplos, comprensión y la cualidad propia del docente.
Es gratificante encontrarse con docentes que se esfuerzan por ser fuente de luz interna (alma y conocimiento) y de luz externa (modales y buenas costumbres). Sin embargo, causa estupor toparse con «educadores» que dan al traste con las virtudes que se presumen en ellos. La pregunta es obligada: ¿cómo puede esperarse que, al exprimir la esponja, salga de ella la pureza del agua de un manantial cristalino, apta para ser consumida sin desconfianza, en vez de un agua turbia y alterada, si se han depositado en ella elementos de desecho? La docencia, la más importante de todas las profesiones, debe ser evaluada y revitalizada desde sus cimientos. Debe ser investida de pasión por el servicio y vocación para que recupere su nobleza, aquella que en otro tiempo fue motivo de orgullo institucional.
«Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él.» — Immanuel Kant
Dr. Crisanto Gregorio León, psicólogo, ex sacerdote, profesor universitario