Del mismo modo que en casi todos los palacios hay un salón de espejos para multiplicar los pasos de baile, los compases del corazón en el pecho y cómo los rasgos de la alegría se vuelven a veces atrevidos, existe en la inteligencia humana una multitud de cristalillos que conservan los instantes en cuyo reflejo pudimos dejar lo aprendido en el día.
Luego, al cerrar los ojos, observamos cómo danzan los conocimientos adquiridos que quedaron en los espejos al pasar. Y los trasladamos, si procede, a las palabras. Y más tarde los llevamos, como cestos de fruta, a la insaciable boca de los apetitos.
“¡Oh los espejos, en donde el infinito se desnuda!”, exclamaba Rafael Guillén después de no querer mirarse cuando transitaba por ellos. Ya que los espejos tienen guardada la palabra doliente de los desatinos, el cordel donde el tiempo se ahoga antes de alcanzar el paisaje de los sueños.
Benditos espejos que mantienen también la mirada de cuando fuimos felices, el fuerte alboroto de la rebeldía.
Pedro Villarejo
Hermoso relato. El reflejo como testigo mudo de nuestro paso. Debería mantenerse completo no sea que su rotura ofrezca un rostro parcial de lo que fuimos y somos. Pedrouve convierte los objetos cotidianos en algo sublime.