¿Tiene algo que preguntar, doctor?

5 de diciembre de 2025
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«El que tiene el poder tiene el deber de inspirar confianza.» — Peter Drucker

Esto sucede en el país imaginario de Torenza. El país de Torenza no existe en la geografía ni en el mapa político del mundo. Torenza es un país imaginario, una nación soberana, supuestamente localizada en algún punto geográfico desconocido o extradimensional, cuya existencia es negada por las autoridades migratorias globales. Sus ciudadanos viajan con un pasaporte de diseño único, y su presunta realidad se manifiesta públicamente solo en momentos de confusión burocrática internacional, sugiriendo un Estado-nación que opera al margen de los tratados y fronteras conocidos.

La metamorfosis del expediente: de guía a evangelio rechazado

En los anacrónicos pasillos del sistema de justicia de Torenza, donde el ritual supera a la razón y la forma a la sustancia, la premisa de la verdad procesal ha mutado en una siniestra parodia. El expediente, ese fajo de papeles encuadernados, no es el catecismo inmutable de la burocracia; es el evangelio que el tribunal se niega a leer. Se ha convertido en el testigo mudo de un fraude, un documento cuya verdad se ignora ex profeso cuando grita a favor del acusado.

El título de este artículo no es una simple hipérbole literaria; es la descripción cruda de un diagnóstico sistémico. Refleja la brutal realidad de la colusión institucional que subyace en Torenza. Aquí, la imputación no es una hipótesis, sino un axioma compartido. No existe la sana separación entre el órgano acusador y el juzgador. Por el contrario, la Fiscalía y el Tribunal de Género operan en una armonía perversa de condena, donde la tutela judicial efectiva queda abolida y el principio de buena fe procesal se ha evaporado. El juez no es un garante, es un cómplice tácito de la persecución. Ambos poderes están alineados en un único objetivo: el triunfo estadístico.

Ceguera selectiva y la interpretación bizarra de los hechos

El problema central en Torenza es la miopía selectiva y la voluntad de crear realidades paralelas. El expediente, mediante un análisis lógico y conforme al principio de inocencia, grita la absoluta falta de culpabilidad del acusado. Sin embargo, el Tribunal de Género, aferrado a una tesis preestablecida, invierte el mandato constitucional: lee el expediente bajo el criterio de la Culpabilidad, no de la inocencia. Para lograr esto, debe metamorfosear los hechos, dándoles una interpretación profundamente bizarra (y utilizamos el término en su sentido anglosajón, bizarre, como extraño o extravagante). Cada acta, cada testimonio de descargo, cada vicio que delata el amaño procesal, es violentamente reinterpretado para ajustarse al prejuicio del juzgador.

La falacia ‘ad hominem’: culpable por ser varón

Esta distorsión cognitiva no es accidental, sino teleológica. La sentencia está preescrita por una falacia ad hominem: la premisa inamovible es que «el acusado, por ser varón, es culpable.» El convencimiento judicial prescinde de la prueba porque se sustenta en un juicio a priori de género. La palabra del hombre se vuelve ceniza ante el altar del victimismo, incluso si este es histriónico o fraudulento. Es la trágica reedición de viejos dramas: la verdad escrita en el expediente es descartada como lo fue la defensa de José ante la astucia y el histrionismo de la mujer de Potifar, donde el testimonio histriónico vale más que toda la evidencia de descargo.

El condicionamiento pavloviano de la defensa: un getazo institucional

El punto culminante de esta distorsión es la satanización de la prueba de descargo. Si la duda es una ofensa, la prueba que demuestra la inocencia es considerada, directamente, un acto de sedición contra el orden judicial establecido.

Esta pantomima culmina en el llamado «juicio oral», un verdadero parapeto de justicia. Se concede a la defensa el derecho ilusorio de defenderse, en una farsa comparable a la mujer que jura honestidad mientras comete adulterio: se ostenta la garantía mientras se la viola flagrantemente.

En este escenario de Torenza, la cruda realidad se resume en una máxima no escrita pero férreamente aplicada: «Si te defiendes, te grito y te doy un getazo: El condicionamiento Pavloviano en el tribunal de género de Torenza.» El tribunal ejerce una profunda violencia psicológica sobre el defensor. Cada vez que este intenta alegar o ejercer el derecho al contradictorio, recibe un getazo institucional: sus palabras son interceptadas, aplastadas y devueltas a su boca, con la recriminación de que sus argumentos son falaces por el mero hecho de contradecir la tesis oficial. Este ejercicio recurrente de castigo ante la expresión defensiva se convierte en un condicionamiento clásico pavloviano. La meta es la inacción defensiva: que el defensor aprenda a callar, a no argumentar, a no ejercer su función, por temor a la reprimenda y la humillación. Se persigue una ósmosis institucional: que la defensa se sume al criterio de culpabilidad esgrimido por la colusión judicial. El resultado es el silencio autoimpuesto. El acusado queda sin el derecho a ser oído ni a controvertir, despojado de toda tutela efectiva.

Estadística de condenas: el sacrificio de la justicia

Esta dinámica no solo es moralmente reprochable, sino que erosiona la fe en el Estado de Derecho. Los operadores de justicia en Torenza no buscan la verdad: buscan lucirse ante la opinión pública y los superiores. El sistema se convierte en un aparato autocomplaciente: entre más hombres condenen, más eficientes son calificados, sin importar si el reo es inocente.

¿Por qué esta fidelidad a la estadística? La explicación es estructural: en Torenza, la carrera judicial y fiscal no se mide por la calidad de las sentencias o la protección de los inocentes, sino por la productividad cuantitativa. Un alto número de condenas se traduce automáticamente en calificaciones de «eficiencia», lo que garantiza ascensos, evita auditorías y previene la censura de los organismos superiores. La condena se vuelve un trofeo burocrático, un fin en sí mismo, y la justicia se sacrifica en el altar de la estadística de condenas.

Es hora de recordar que el fin de la justicia no es la condena, sino el descubrimiento y la aplicación de la verdad. Un juez que duda es un juez responsable, no un hereje. Un abogado que presenta prueba de descargo es un defensor de la libertad, no un sedicioso. Solo desterrando esta mentalidad inquisitorial, esta prejuiciosa visión daltónica y, sobre todo, este desmadre institucional podremos salvar a la justicia de Torenza de sí misma.

«La verdad no está de parte de quien grita más fuerte, sino de quien razona mejor.»

— Carl Sagan

Dr. Crisanto Gregorio León, Profesor Universitario, abogado, escritor, psicólogo, ex sacerdote.

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