La vida contemporánea, especialmente en los núcleos urbanos, se ha convertido paradójicamente en un escenario de soledad. Rodeados por un flujo constante de cuerpos en movimiento, cada individuo transita por un carrusel social que lo ignora sistemáticamente. Esta sensación, experimentada incluso en lugares de alta concurrencia como los juzgados de primera instancia, es el síntoma más evidente de una patología social profunda: el triunfo de la individualidad personal y el subsiguiente abandono de la solidaridad, la compasión y el esfuerzo colectivo. El cuerpo en la ciudad ha dejado de ser una parte de un organismo social para convertirse en una entidad solipsista, dedicada únicamente a sí misma.
El presente ensayo analiza las raíces de este fenómeno, desde la competitividad deshumanizada y el desinterés intelectual, hasta la crisis de valores y la estrategia de división que la sostiene. Se argumenta que la negación de nuestra naturaleza social y la irracionalidad del individualismo no solo impiden el progreso comunitario, sino que nos dirigen de forma acelerada hacia la autodestrucción.
La experiencia de la soledad en la multitud no es un mero estado de ánimo, sino una metáfora de la desestructuración del tejido social. Desde la posición de un simple observador, se comprueba cómo la inmensa mayoría de las personas transitan sin siquiera advertir la presencia del prójimo. El «otro» deja de ser un semejante para convertirse en una simple sombra irrelevante.
Este imperio de la individualidad no solo se manifiesta en la indiferencia, sino que, en ocasiones, revierte en hostilidad. Es probable que, si alguien se atreve a señalar o comentar la situación o estado del observador, este reaccione con rechazo o incluso con una actitud agresiva. Esta reacción defensiva subraya un estado de alerta constante, un temor subyacente a la interdependencia. Se ha negado la compasión y se ha borrado la puesta en común de ideas, trabajos o cualquier tipo de ayuda altruista. La vida en la ciudad es, entonces, un trasiego constante donde cada uno se encierra en la burbuja de su propio ser, negando la existencia intelectual y emocional del resto.
Esta tristeza existencial tiene su origen en un imperativo social profundamente dañino: la competitividad más deshumanizada y cruel. Hemos permitido que la sociedad se impulse y se deslice por un camino que obliga a cada individuo no solo a ignorar al otro, sino a procurar anularlo.
En este entorno tóxico, el semejante se transforma irremediablemente en un enemigo a batir. La desconfianza se convierte en la única estrategia de supervivencia. El prójimo no es visto como un compañero de viaje, sino como el obstáculo que impide alcanzar la gran meta individual marcada por los estereotipos culturales al uso. Es un juego de suma cero donde el éxito propio exige, tácita o explícitamente, el fracaso ajeno.
Esta visión fragmentada y hostil de las relaciones humanas conlleva un peligroso abandono de la parte intelectual y ética del ser. Los cuerpos se conciben como mera materia desechable, cuyo único propósito es el cumplimiento de metas superficiales. Se obvia la dimensión interior que convierte a la materia biológica en portadora de valores y conocimientos, que son la única base sobre la que se puede construir, mejorar y sostener la convivencia social.
En este panorama, la recuperación de la conciencia intelectual se presenta como un acto de autodefensa y terapéutico. Hay una necesidad urgente de trascender las ambiciones puramente materiales y el automatismo del quehacer diario, que insistentemente se nos recomienda seguir.
A diferencia de otros mamíferos, estamos dotados de una capacidad de conocimiento que, por negligencia o hábito, utilizamos con una frecuencia inferior a la debida. Esta herramienta exclusiva y preciada es la libertad, derivada de la inteligencia. Es a través de la libertad y el intelecto que debemos romper las cadenas de la rutina y rechazar los malos hábitos, siendo el principal de ellos la irracionalidad que supone el individualismo.
El ser humano no es una entidad autárquica. Es nulo por sí solo y solo cobra significado en virtud de su relación con los demás. Es imposible generar empatía y alcanzar la verdadera fortaleza desde la mera individualidad. Es la unión, con la aportación de los dones y talentos de cada individuo, lo que garantiza el avance social. Cuanto más conexo, fuerte y diverso sea el grupo, mejores y más robustos serán sus logros y su resiliencia. La sociabilidad no es una opción estética, sino un imperativo biológico e intelectual.
Lo que presenciamos hoy es una crisis de valores en el más amplio sentido, y esta no es fortuita, sino consecuente. Es la consecuencia directa de la desunión, y esta desunión, a su vez, no es casual. Ha sido deliberadamente provocada por intereses de individuos o grupos que comprendieron y aplicaron a la perfección la máxima de Julio César: Dīvide et vincēs “Divide y vencerás.”
Esta división que se ha logrado nos hace individualmente más débiles y vulnerables. La consecuencia directa es la paulatina pérdida de derechos y el rechazo a aquellos logros pasados que nos harían verdaderamente libres. Los cimientos de la libertad y la solidaridad han ido desapareciendo, y lo más lamentable es que esto ocurre con nuestro beneplácito, nuestro aplauso y la mejor de nuestras sonrisas, buscando siempre la excusa para olvidar la enormidad del error que estamos cometiendo. Nos burlamos del hombre estudioso, del ser humano sensible, del desprendido, del solidario, e incluso del conformista con espíritu crítico que, conociendo sus fuerzas, no trata de medirse con las que le superan. En definitiva, nos burlamos del propio ser humano en su expresión más ética e intelectual.
Asistimos a un proceso de irracionalización creciente. Las máquinas, productos de la inteligencia, paradójicamente sustituyen nuestra capacidad crítica simplemente porque nos restan el esfuerzo en el más amplio sentido. La falta de utilización de un miembro —nuestra capacidad de raciocinio— acaba atrofiándolo y haciéndolo desaparecer por inútil.
La naturaleza que nos rodea, y a la que tanto daño infligimos, es mucho más sabia que el hombre. Ya que no queremos entenderla ni dialogar con ella como nuestro origen, esta toma la senda para la que existe y va deshaciéndose de todo aquello que le resulta inútil. Hoy, la humanidad en su extensión no solo no le resulta útil, sino que se ha convertido en su encarnizado enemigo. El hijo se ha transformado en el verdugo de su madre.
La humanidad se ha transformado en la antigua naturaleza mostrada en toda su ignorancia, marchando hacia su autodestrucción a pasos agigantados y sin remedio. El único freno posible es levantar el pie de ese acelerador de la individualidad y recuperar el raciocinio a través de la sociabilidad.
El camino de regreso es claro: abandonar la soledad adquirida. El individuo que se ve a sí mismo como un fin en sí mismo es, en realidad, un eslabón roto. Necesitamos reactivar nuestra parte intelectual y social, acercarnos al resto de semejantes y romper ese muro de hielo que se ha planteado como insalvable. El ser humano solo es fuerte, libre y capaz de generar progreso cuando se interrelaciona con sus iguales sin condicionantes materiales, reconociendo que la unión y la diversidad de talentos son las únicas fuerzas que pueden garantizar la convivencia. La elección es nuestra: seguir celebrando una pequeñez cada vez más pronunciada desde la ignorancia o despertar la conciencia colectiva y abrazar la esencia sociable que nos hace verdaderamente humanos.