El lingüista francés Ferdinand de Saussure nos enseñó que el lenguaje es un sistema de signos, donde cada palabra (el significante) se asocia a un concepto (el significado). A veces, existe un significado claro para el cual nuestra lengua no tiene un significante preciso. Para llenar este vacío, introduzco el vocablo favorente, un neologismo que, por su clara formación, describe de manera directa a aquel que hace o concede un favor. Aun cuando existe la palabra favorecedor, la elección de favorente obedece al propósito de crear un paralelismo verbal más elegante y directo con el vocablo favorecido, enriqueciendo así la distinción de los roles en esta dinámica.
Como precursor de este vocablo, y dado el significado y la utilidad que el término «favorente» aporta a la lengua española, me dirijo a la Real Academia Española para que tome en cuenta su incorporación. Este artículo será publicado en Madrid, en las inmediaciones de la RAE, con la intención de que el uso y la lógica del vocablo lo hagan digno de su consideración.
Según una de las frases atribuidas a Benjamín Franklin, las tres cosas más fáciles de olvidar son: perdonar un agravio, agradecer un favor y aprovechar el tiempo. Esta idea nos sirve de punto de partida para adentrarnos en las distintas aristas del favorecido.
Algunas personas, al recibir un favor, lo atesoran en su alma y en su corazón. Su gratitud es genuina, profunda y duradera. Entienden que la ayuda recibida no es un derecho, sino un acto de bondad, y lo honran con su lealtad y aprecio. Para ellos, el favor se convierte en una deuda de corazón que, sin ser una obligación, sienten el deseo de corresponder en la medida de lo posible. Como bien dijo Miguel de Cervantes y Saavedra: «Es de bien nacidos ser agradecidos». La buena voluntad de favorecer nunca se paga, porque cuando el corazón es agradecido, esa es una deuda eterna.
En el extremo opuesto se encuentran aquellos para quienes la ingratitud es la norma. Son los que olvidan el favor con la misma facilidad con la que se recibió, llegando incluso a actuar con soberbia o desprecio hacia el favorente. Peor aún, hay quienes pagan ese favorecimiento de manera vulgar y con una hostilidad que hace parecer la petición de un favor como una ofensa.
Existe un tipo de favorecido aún más complejo: aquel que se *enoja, se molesta, se encabrita, y pone remilgos, pautas y exigencias o una suerte de requisitos para que el favorente se pueda relacionar con él. Esta persona, que vive el favor como un ataque a su autonomía, reacciona con soberbia para imponerse. Con remiendos en la estructura de la relación, busca cambiar las reglas y hacer que la dinámica del poder se invierta, dominando a quien alguna vez fue su benefactor. Esta hostilidad es una máscara que esconde la humillación que siente al haber tenido que pedir ayuda, percibiendo el favor como un holocausto hacia su dignidad. Un ejemplo común de este comportamiento se manifiesta cuando el favorecido, al ser contactado porque se ha presentado una necesidad, impone una cantidad de tropiezos para evitar el contacto: «no llames a esta hora», «estoy en mi casa con la familia», o «en el trabajo estoy ocupado». De esta forma, el favorente se encuentra con una barrera insalvable para cualquier acercamiento.
La dinámica no es unívoca; la intención del favorente es clave. No todos los que dan lo hacen de la misma manera. Es importante destacar que los fenómenos de ingratitud, soberbia y manipulación descritos en este artículo son de naturaleza humana y se manifiestan en ambas direcciones, tanto en el favorecido como en el favorente.
En última instancia, el favor es un reflejo de la condición humana. Nos muestra las mejores y peores partes de nosotros. El favorecido nos enseña sobre la gratitud y la humildad, mientras que el favorente nos obliga a cuestionar la honestidad de nuestras propias intenciones. Esta interrelación, que se da constantemente en la vida social, nos invita a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la ayuda mutua y a recordar que un favor genuino es siempre un regalo silencioso, no una moneda de cambio ni un arma de humillación.
«La verdadera ayuda se da en silencio, sin alardes, para que el alma que la recibe no sea herida por la soberbia del que la da.»
«Yo soy humano y nada de lo que es humano me es ajeno.» – Terencio
Doctor Crisanto Gregorio León – Profesor Universitario