La historia de Zhi Dong Zhang, conocido en los bajos fondos como El Chino o Brother Wang, no es sólo la de un criminal escurridizo, sino un crudo recordatorio de la sofisticación del crimen organizado transnacional y de las profundas grietas en los sistemas de justicia y seguridad que lo combaten.
Su escape, a través de un túnel —desde el sitio de su arresto domiciliario en la Ciudad de México, el 11 de julio pasado, mientras estaba bajo custodia de la Guardia Nacional—, es un bochorno que resuena mucho más allá de las fronteras mexicanas. Zhang no era un narco cualquiera. Este ciudadano chino-mexicano era un nodo clave en la cadena de suministro global de drogas, un intermediario vital que conectaba a proveedores de precursores químicos en Asia (China, Bangladés) con los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
Su modus operandi era una obra maestra de la infiltración: utilizaba empresas fantasma en zonas económicas especiales chinas para justificar transacciones de químicos, sobornaba a inspectores de aduanas en puertos clave como Manzanillo y Lázaro Cárdenas, y lavaba ganancias millonarias mediante inversiones inmobiliarias en destinos turísticos y cuentas offshore, con 40% de los pagos en criptomonedas. Incluso ofrecía soluciones de contrabando, cubriendo logística, sobornos y hasta seguros contra incautaciones. Era, en esencia, un arquitecto de la economía ilícita global.
Su detención, en Lomas de Santa Fe, fue presentada como un golpe significativo. Inicialmente internado en el Reclusorio Sur y con una solicitud de extradición de Estados Unidos por cargos de narcotráfico y lavado de dinero, parecía que la justicia finalmente lo había alcanzado.
Pero entonces llegó la decisión incomprensible: un juez le concedió la prisión domiciliaria. Esta medida, para un individuo de su perfil y riesgo de fuga, fue una invitación al desastre. La presidenta Claudia Sheinbaum no tardó en señalar al Poder Judicial, acusándolo de “mala gestión” y “corrupción”. Y el desastre previsible ocurrió. La fuga de Zhang, que coincidió con una nueva orden de aprehensión de Estados Unidos por lavado de dinero, es un grave revés que expone fallas sistémicas en la vigilancia y la integridad de las instituciones mexicanas.
Las repercusiones no se hicieron esperar. La fuga tensó las relaciones entre Estados Unidos y México, llevando al presidente Donald Trump a amenazar con aranceles adicionales si México no intensificaba sus esfuerzos contra los cárteles. Este incidente subraya una verdad incómoda: la capacidad de las redes criminales para infiltrar y explotar las debilidades estatales es una amenaza existencial.
El caso de Zhang es una llamada de atención. Obliga a reconocer que los criminales están un paso por delante de las autoridades, gracias a su innovación tecnológica y su habilidad para explotar las lagunas regulatorias.
Combatir esta amenaza requiere más que detenciones aisladas; exige una cooperación internacional sin precedentes, el fortalecimiento de la integridad judicial y la rendición de cuentas, y la adopción de estrategias financieras y tecnológicas tan dinámicas como las de las propias redes criminales. De lo contrario, la fuga de El Chino será sólo el preludio de muchos episodios que seguirán erosionando la confianza en la justicia global.
*Por su interés reproducimos este artículo de Pascal Beltrán del Río publicado en Excelsior.