Cuando llega el verano, nuestras comidas cambian. Los guisos pesados y las sopas calientes quedan atrás. En su lugar, apetecen cremitas ligeras, ensaladas, gazpacho o salmorejo. El motivo no es solo el sabor. Nuestro cuerpo busca mantenerse fresco e hidratado. Esto modifica tanto nuestro metabolismo como nuestros hábitos alimenticios.
Además, en verano solemos sentir menos hambre, no es casualidad. El calor, los cambios de rutina y las necesidades fisiológicas afectan directamente a nuestra sensación de apetito. Veamos por qué ocurre esto.
Hay varias razones por las que nuestro apetito disminuye cuando suben las temperaturas. La primera tiene que ver con la energía que necesita nuestro cuerpo. En invierno, gastamos más calorías para mantenernos calientes. Eso aumenta el hambre. En verano, al ser más cálido, el gasto energético baja y necesitamos menos comida.
El calor también tiene un efecto directo sobre nuestro cuerpo. Provoca vasodilatación, lo que puede generar sensación de pesadez o fatiga. Como consecuencia, el organismo prioriza la hidratación por encima de la digestión. Esto hace que sintamos menos hambre y prefiramos alimentos ligeros.
Por último, la exposición al sol aumenta la serotonina, la llamada “hormona de la felicidad”. Este cambio químico no solo nos hace sentir más animados y relajados, sino que también reduce la necesidad de comer en exceso. Por eso, en verano solemos elegir comidas frescas y ligeras en lugar de platos abundantes.
Para mantenernos frescos, la hidratación es clave. Algunos alimentos ayudan a reponer líquidos y a sentirnos ligeros:
En definitiva, durante el verano es normal sentir menos hambre. Nuestro cuerpo pide más hidratación y comidas ligeras. Elegir alimentos frescos y ricos en agua ayuda a mantenernos frescos, favorece la digestión y equilibra el organismo.