JENNIFER ZAMORANO
Estoy en mi cuarto.
Los veo a todos, pero ellos… ellos no pueden verme.
Mamá llora en silencio, como si se le escapara el alma entre sollozos.
Papá tiembla, pero no llora. Tiene miedo. Un miedo que no se dice, pero se nota en su mirada perdida.
Las horas pasan y todo se vuelve una neblina espesa, confusa, irreal.
Recuerdo que volvía a casa. Ya era tarde.
Salía de la universidad, cansada pero tranquila.
Un auto se detuvo frente a mí.
Conocía al conductor.
Me llamó. Me pidió que subiera.
Confié y subí.
Ahora estoy aquí. En este lugar oscuro, helado, donde el tiempo no corre.
Y aunque el frío me envuelve, no tengo miedo.
No sé por qué… pero no lo tengo.
Mientras tanto, allá afuera, mi familia me busca.
Mis padres, mis tíos, mis amigos.
Papá y el tío Edgar llenan las calles con carteles de mi rostro.
Mi sonrisa, colgada en cada muro.
Me buscan con desesperación, pero no me encuentran.
Aparecen testimonios, rumores, esperanzas falsas.
Gente que asegura haberme visto.
Cada mentira es un cuchillo para mis padres.
Como si no bastara con el dolor de no saber,
también deben cargar con la incertidumbre cruel.
Diez días después, me encuentran.
Mi cuerpo, no mi alma.
Mi rostro ya no es mío.
La muerte me desfiguró.
Sólo queda una masa de carne rota, descompuesta.
Esperan la autopsia, pero los signos son claros:
fui ultrajada, golpeada, torturada.
Y entonces les explican todo.
Fríamente.
Con tecnicismos que no alcanzan a cubrir la brutalidad.
Pero nadie ve lo que yo veo:
en la garganta de mis padres hay una pregunta que grita sin voz.
Un “¿por qué?” tan grande, tan desgarrador,
que ni el universo podría contenerlo sin estallar.
Llega el día del velorio.
La noche se siente espesa, más que nunca.
Todos están en la funeraria.
Velan un cuerpo, pero yo ya no estoy ahí.
No soporto verlos así, rotos, vacíos.
Mi madre y mi hermana se abrazan como si eso pudiera evitar que se rompan.
Yo solo pienso en ellas.
Quiero que vivan lo que les queda,
sin que el horror vuelva a alcanzarlas.
Que no pasen por lo que yo pasé.
Grito.
Desde el rincón más hondo de esta sombra que ahora soy, grito.
¡Él me mató! ¡Él abusó de mí!
¿Por qué no lo ven? ¿Por qué no lo sienten?
Lo veo.
A él. A mi asesino.
El hipócrita se acerca.
Las abraza y les dice cuánto lo lamenta.
Finge dolor, mientras se soba la mano.
Le duele…
Le duele el golpe que le di,
el día en que me quitó la vida.
Por su interés, reproducimos este artículo de Jennifer Zamorano Rosas publicado en Vanguardia MX – Esta sombra que ahora soy