Los ríos son la mejor metáfora de cómo el tiempo se lleva la vida y sus enseres, del mismo modo que el viento empuja los macizos del agua. Hoy me pregunto, sin embargo, qué tipo de desolación queda en nosotros después que los relojes se llevaron las horas al olvido. ¿Por qué las aguas del río, y las otras del alma, no se llevan también el barro, purificando así los cauces para las lluvias nuevas?
Los años sucedidos arrastran lo mejor de nosotros dejando el ancla de las miserias que sólo una mano poderosa elevará de su inmovilidad perturbadora. Porque lo que no se supo resolver a tiempo queda fijado en el desorden de la impotencia, como esclavo que no viera la luz.
-Hay más disciplina, más amor hay en los prostíbulos que en esta sociedad tan bochornosa…
Me dijo una muchacha que venía de allí y se atrevió a dar un paseo inocente por los telediarios, donde no cesan las guerras criminales y lo más sublime de Arco no deja de ser un mamarracho.
¡Qué descansada vida! Etcétera.
Ciertamente el torrente, por muy cristalino que discurra, deja posos y no todos ellos serán tan limpios como aparentaban a su paso. Vivimos esperando dejar una huella sobre la que nadie reparará. Tal vez quién nos reciba al otro lado no necesitará demasiadas explicaciones para saber quiénes realmente somos.