Hoy: 20 de noviembre de 2024
Algunos viajes no se publicitan en los catálogos de las agencias. El final nunca llega a ser el que se esperaba, y las razones para su inicio poco importan cuando este acaba. El periplo termina bajo custodia policial y en una sala habilitada en alguno de nuestros hospitales, donde se deposita el producto que motivó el desplazamiento de un lugar a otro. Sin saberlo, el viajero vino para quedarse. En el argot común, a esta clase de individuos se les llama “boleros”: personas que transportan en su cuerpo sustancias estupefacientes a cambio de una compensación económica.
Lo más común es que estos individuos que se prestan a realizar el acto criminal no pertenezcan al ámbito delincuencial. Suelen ser captados entre personas de apariencia común, sin antecedentes o cultura delictiva, para que pasen inadvertidos durante las distintas etapas del trayecto. Las razones por las que aceptan participar como “mulas” suelen estar relacionadas con dificultades económicas en sus países de origen: situaciones familiares de enfermedad, deudas, falta de trabajo, o negocios arruinados.
Este proceso no sería posible sin una estructura mafiosa consolidada que controla el narcotráfico a toda escala. Normalmente, el contacto inicial se realiza en el lugar de origen, donde los reclutadores convencen a estas personas de transportar algún objeto (joyas, piedras preciosas, obras de arte…), sin especificar al principio el tipo exacto de mercancía. Una vez que aceptan el encargo, se les adelanta parte de la suma convenida. Desde ese momento, quedan vinculados en calidad de deudores con la organización criminal, sin posibilidad de retractarse.
El resto del pago se les entrega una vez que la mercancía llega completa a su destino. Los gastos y trámites del viaje corren a cargo del grupo criminal, que les facilita el pasaporte, los billetes de vuelo y los acompaña al aeropuerto. Normalmente, los involucrados no saben la naturaleza exacta de la mercancía hasta el día anterior. Si intentan dar marcha atrás o muestran desacuerdo, son amenazados directamente o a través de sus familiares, con la alta probabilidad de que el grupo cumpla sus amenazas.
Al completar el encargo, los captados reciben alrededor de 4,000 dólares. Sin embargo, si son detenidos al llegar a España y la mercancía se pierde, deben responder de su valor. La organización criminal considera que el transporte es un negocio para quien lo realiza, y si este fracasa, el transportista se convierte en deudor de la pérdida (valor de la mercancía y beneficios). Esto es independiente del riesgo mortal que enfrentan si el envoltorio de la droga se rompe o deteriora durante el trayecto, lo cual puede provocar una muerte súbita por hemorragia en el aparato digestivo. Esta deuda no prescribe; los detenidos estarán obligados a abonarla al regresar a su país, una vez cumplida la condena impuesta en España.
La práctica policial y judicial demuestra que en algunos casos estas “mulas” no son más que señuelos en operaciones de tráfico ilícito de mayor envergadura. Las propias bandas criminales pueden informar a las autoridades sobre envíos menores para que los portadores sean detenidos, distrayendo así la atención de los cuerpos policiales y facilitando el éxito de otras remesas de mayor valor.
Las penas privativas de libertad en nuestra legislación penal para estos delitos suelen ser superiores a dos años. Por ello, en la mayoría de los casos se decreta la prisión provisional mientras se celebra el juicio, dado el claro riesgo de fuga y la falta de arraigo de los detenidos en España (carecen de domicilio fijo) que podría obstruir la investigación.
Estos “boleros”, más allá de que la ley penal castigue sus actos, son también víctimas del delito, ya que actúan como meros instrumentos al servicio del tráfico ilícito de estupefacientes.
Es una pena lo que les pasa a estas personas, las utilizan las mafias de la droga y son carne de cañón de la policía en las aduanas.
Las mafias cogen a mujeres muy necesitadas que se aprovechan de ellas.