El país vive una especie de traición en cámara lenta. Los políticos que prometieron estabilidad y honestidad han mostrado otra cara. Lo que parecía un plan sólido se desmorona como un edificio mal construido. Hay errores que no pueden ocultarse, y escándalos que golpean justo en el peor momento. Es como descubrir que tu pareja tiene un amante justo antes de la boda: no hay tiempo para procesar el enojo ni para recomponer lo que se ha quebrado.
El fenómeno es más complejo de lo que parece. Algunos líderes llegaron al poder gracias al hartazgo social. No tenían experiencia, solo audacia y ambición. Su estilo aventurero fascinó a muchos al principio. Pero la apuesta constante, el “temerario activismo” y los atajos legales han empezado a pasar factura. La sociedad ve cómo los proyectos se llenan de grietas, cómo las promesas de lucha contra la corrupción se desvanecen, y cómo la eficiencia económica queda relegada por errores y vanidades personales. La confianza se erosiona, y la sensación de traición se profundiza.
En cuatro semanas habrá urnas. La gente debe decidir rápido, sin margen para la reflexión profunda. Votar se vuelve un acto de supervivencia. Muchos sienten que la política se ha convertido en un juego de apuestas, donde el mal menor gana terreno. El escándalo se intensifica cuando se mezclan nombres históricos con personajes dudosos, dejando claro que la fidelidad al electorado no existe.
No hay fórmula mágica para restaurar la confianza. Los ministros más sensatos piden calma y acción, pero la cúpula insiste en el aventurerismo que causó todo esto. El público observa, cansado de crisis y decepciones. Es un momento de tensión máxima, donde la política deja de ser teoría y se convierte en algo visceral y humano. El país se enfrenta a su propia infidelidad: promesas rotas y expectativas traicionadas.
Como en un matrimonio que sigue adelante pese al dolor, las decisiones se tomarán bajo presión. No hay tiempo para reconciliaciones largas. La política, como el amor, exige responsabilidad incluso cuando la pasión y la emoción han generado caos. Si no hay cambios, el aventurero quedará al desnudo, y el costo será caro para todos. Porque la aventura puede ser emocionante, sí, pero la cordura sigue siendo indispensable.
*Por su interés reproducimos este artículo de Jorge Fernández Díaz publicado en La Nación.