El mundo contemporáneo cambia con una velocidad vertiginosa, como ejemplo de ello tenemos a Ucrania, que en 2014 era un país que, naturalmente, orbitaba en la esfera de influencia rusa, pero con un creciente interés de Bruselas y Washington por incorporarlo hacia la Unión Europea y el bloque militar de la OTAN. Por entonces, Washington tenía como objetivo estratégico hacer del territorio ucraniano un campo de misiles balísticos nucleares apuntando a Rusia sólo como el marco de fondo para boicotear el abastecimiento de gas ruso a Europa mediante los gasoductos que atraviesan el territorio ucraniano.
En noviembre de 2013, el gobierno encabezado por Viktor Yanukóvich, presidente de Ucrania (2010-2014), suspendió la firma del acuerdo de asociación para el ingreso de Ucrania a la Unión Europea; la decisión abrió paso a la profunda división política en la sociedad ucraniana, entre el segmento de aquellos que preferían orientarse hacia Rusia y su esfera de influencia y quienes preferían vincularse a la UE. Si bien una decisión de tal magnitud producirá divergencia de opiniones, el bando pro occidental se nutrió de grupos paramilitares y radicalmente ideologizados que escalaron las protestas del Euromaidán hasta la irrupción y toma de sedes del poder político y el secuestro de funcionarios públicos que devinieron en el derrocamiento de Yanukóvich.
Victoria Nuland, entonces responsable de la política exterior para asuntos europeos y euroasiáticos de Barack Obama, aparece repartiendo pan entre las protestas. Nuland aprovechaba cualquier foro para presumir que: “Desde 1991, EU había gastado 5 mil millones de dólares en llevar la democracia a Ucrania”. Connotados políticos, como John McCain, también acudieron hasta Kiev en 2014 para apoyar las protestas del Maidán, solamente por si a alguien no le había quedado claro que esta revolución se dirigía desde Washington.
Tras la caída del gobierno de Yanukóvich comenzó un periodo de inestabilidad y segregación política que exacerbó los nacionalismos ucranianos de ambas vertientes (la pro europea y la rusófila), al grado de una guerra civil. Con la llegada al poder de Petró Poroshenko, quien reinició las negociaciones para la incorporación de Ucrania en la Unión Europea. En el devenir interno de los acontecimientos, el gobierno de Poroshenko exacerbó las diferencias que estallaron en la Guerra del Donbás, una guerra civil en que el ejército ucraniano, alimentado y alienado por ideología nazi (el Batallón Azov, el mejor ejemplo), fue parte del genocidio en contra de su población.
La lectura del Kremlin fue que este cambio de régimen en Ucrania no era orgánico, sino producto de la influencia de Occidente; y que su objetivo final era convertir a Ucrania en terreno de ejercicios militares de Washington y la OTAN. Anticipando el nivel nuclear del conflicto, Rusia invade Ucrania en febrero de 2022.
En marzo de 2022, Putin ofreció a Volodímir Zelenski una salida pactada al conflicto armado bajo dos condiciones esenciales: no unirse a la OTAN y reconocer mayor autonomía política a la región del Donbás. Azuzado desde Washington por Biden e incluso desde Londres por Boris Johnson, Zelenski rechazó esa oferta.
El 12 de febrero de 2025 Donald Trump afirmó haber tenido una larga y productiva conversación telefónica con su homólogo ruso, Vladimir Putin, y entre otras materias discutir la hoja de ruta para alcanzar la paz. Trump aseveró después que, como los gastos para la guerra han sido aportados por Estados Unidos, será Estados Unidos quien negocie el acuerdo de paz directamente con Rusia.
La propuesta de Trump reveló a Zelenski como un títere, ya que las demandas representan una proporción del PIB ucraniano superior a las reparaciones que tuvo que pagar el imperio alemán a raíz del Tratado de Versalles tras perder la I Guerra Mundial. Europa es la gran perdedora del nuevo acuerdo, porque perdió la conexión con Rusia que le significaba gas a través de los gasoductos que atraviesan el, hasta hoy, territorio de Ucrania y del Nord Stream, perdido en la confusión de la guerra. Pierde Europa porque la derrota militar en su frontera exhibe su subordinación a Washington. Pierde Europa porque ha quedado no sólo obsoleta, sino irrelevante para la discusión de las tres verdaderas potencias del siglo XXI, China, Estados Unidos y Rusia.
*Por su interés, reproducimos este artículo de Fadlala Akabani, publicado en Excelsior.