Esta columna sobre la eutanasia se propone abordar exclusivamente los aspectos normativos y, en particular, aquellos relacionados con la dimensión comunicacional de las normas. El análisis se concentra en puntos centrales, como por ejemplo la posición de protección que asumen los médicos en la preservación del bien jurídico vida.
Las leyes no solo regulan conducta; narran una estética moral. Instituir la eutanasia en un contexto de revolución tecnológica, sin salvaguardas extremas y mecanismos de revisión tecnológica, puede sublimar una narrativa social que instrumentaliza vidas “no rentables” o “poco promisorias” desde la óptica tecnológica.
El peligro es que el derecho, en vez de contener y corregir desigualdades, legitime una mirada que considera la muerte como solución técnica a problemas sociales o asistenciales —un capítulo necrofílico en el libro de la convivencia democrática—, lo que exige prudencia y restricción.
Legalizar la eutanasia en el presente —en un momento de aceleración exponencial del conocimiento biomédico, de integración masiva de datos genéticos y de despliegue creciente de herramientas de inteligencia artificial en la medicina— puede convertirse, en un plazo corto, en una disposición regresiva que menoscabe derechos subjetivos fundamentales y transforme la norma en un capítulo necrofílico dentro del corpus jurídico-social: un pasaje que celebra la muerte en vez de proteger la vida y la autonomía reales de las personas.
Un derecho que, por apariencia progresista, abre una posibilidad de elección, puede en la práctica transformarse en un recorte de derechos cuando se cruza con factores estructurales: acceso desigual a cuidados paliativos, presiones económicas sobre familias o sistemas sanitarios, y criterios de evaluación clínica automatizados o sesgados.
En lugar de integrarse como “otro capítulo” de la agenda de derechos —ampliando protecciones— la eutanasia puede operar como instrumento de selección social que prioriza ahorrar recursos o gestionar demanda, erosionando así derechos a la vida y a la igualdad de protección. Este peligro es coherente con las preocupaciones clásicas del «slippery slope» y con testimonios de reducción de inversiones en cuidados paliativos tras cambios regulatorios.
La legalización de la eutanasia no solo introduce una excepción normativa al deber de preservar la vida; también reconfigura, de manera imperceptible pero profunda, la autopercepción de los profesionales de la salud respecto a su misión esencial. La práctica médica se ha construido históricamente sobre el principio de no maleficencia y el deber de protección, cristalizados en el juramento hipocrático, que funciona como ancla ética incluso en contextos de máxima complejidad clínica.
Cuando se habilita legalmente la opción de dar muerte al paciente, aun bajo solicitud, se instala un doble estándar en la conciencia profesional: ya no se trata de proteger la vida incondicionalmente, sino de evaluar qué vidas “merecen” prolongarse y cuáles pueden ser abreviadas. Esa grieta axiológica puede trasladarse a rounds críticos de tratamiento en enfermedades complejas, donde la línea entre una decisión terapéutica orientada al alivio y una decisión orientada a la terminación de la vida se vuelve difusa.
Por su interés reproducimos este artículo de Rodrigo Rey y Jorge Barrera publicado en El Observador – No hay vidas de segunda mano