Durante los últimos años, la lucha contra la corrupción se ha repetido como uno de los grandes compromisos del poder político en México. Fue una promesa central en 2018 y volvió a ocupar un lugar destacado en el discurso de 2024. Sin embargo, al cierre de 2025, la distancia entre las palabras y los hechos resulta cada vez más evidente. La impunidad, lejos de reducirse, se ha convertido en una constante que erosiona la confianza pública y debilita la vida democrática.
El entonces presidente Andrés Manuel López Obrador presentó la corrupción como el origen de casi todos los males nacionales: desigualdad, inseguridad y estancamiento económico. Prometió erradicarla mediante austeridad, controles internos y sanciones ejemplares. Siete años después, los grandes casos siguen sin resolverse y las estructuras de poder permanecen intactas.
Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum mantiene la consigna de “cero tolerancia”, pero introduce un matiz que lo cambia todo: la exigencia de pruebas previas para actuar. En la práctica, este enfoque ha servido para justificar la inacción, mientras los escándalos se acumulan. Se persigue a funcionarios menores, pero los responsables de alto nivel permanecen al margen de cualquier consecuencia real.
Los megaproyectos rodeados de opacidad, la militarización de obras públicas y el uso político de programas sociales dibujan un patrón claro. La corrupción no desapareció; simplemente cambió de forma. Casos emblemáticos como Segalmex o Birmex, con desfalcos multimillonarios, superan con creces escándalos del pasado que el propio discurso oficial calificó como símbolo del “viejo régimen”.
La impunidad no es un accidente, sino una herramienta. Para sostenerla, el poder ha debilitado de manera sistemática los contrapesos democráticos: organismos autónomos, fiscalías, transparencia institucional. Sin vigilancia efectiva, los abusos se normalizan y se presentan como decisiones legítimas en nombre de la “voluntad popular”.
En este escenario, la prensa independiente y la ciudadanía informada se han convertido en las últimas barreras. Gracias a investigaciones periodísticas, han salido a la luz escándalos como el huachicol fiscal, los sobrecostos del Tren Maya o el uso discrecional de fondos públicos tras desastres naturales. Sin ese trabajo incómodo, gran parte del deterioro institucional habría quedado enterrado bajo la propaganda, según el Diario de Yucatán.
También a nivel local se repite el patrón: denuncias ignoradas, silencio oficial y redes de complicidad que operan sin consecuencias. Cuando no hay sanción, el mensaje es claro: el abuso sale gratis. Así, la impunidad se vuelve paisaje y la resignación amenaza con instalarse en la sociedad.
La pregunta de fondo es inevitable: ¿hasta cuándo se aceptará esta brecha entre promesas y realidad? La corrupción avanza porque no encuentra límites, y esos límites solo pueden reconstruirse con instituciones fuertes y una ciudadanía exigente. Fortalecer los contrapesos no es un gesto ideológico, sino una condición mínima para frenar el autoritarismo y recuperar la rendición de cuentas.
Que no nos engañen: la impunidad no se combate con discursos, sino con hechos. Y esos hechos siguen pendientes.