En el mundo de la administración de justicia, existe una jerarquía que el ciudadano debe comprender: tras la figura del juez, la autoridad inmediata es el secretario judicial, depositario de la fe pública. Sin embargo, casos de la vida real demuestran que ni el lugar más sagrado de la ley está exento de la bajeza. En una ocasión, en un tribunal penal, un individuo pulcramente trajeado —quien por su porte todos confundieron con un abogado— aprovechó un descuido de la Secretaria para sustraer su bolso a la vista de todos. Su elegancia fue el camuflaje perfecto para el ratero.
Esta patología del despojo no distingue profesiones ni afectos; son hechos verídicos que asombran por su cinismo. En el ámbito académico, una estudiante de apariencia angelical aprovechó la confianza de su profesor para intercambiar su cargador averiado por el del teléfono móvil o celular del docente; e igualmente vergonzoso fue el caso real de un Fiscal del Ministerio Público que ocultó bajo su maletín unas gafas o lentes ajenos de gran valor, con la clara intención de apropiárselos y quedárselos para su uso personal. La audacia delictiva llega a niveles grotescos, como el caso de Julio, el coronel psicópata, quien dirigía un centro de formación policial. Este individuo, en un ejercicio de corrupción sistémica, saqueaba absolutamente todos los recursos destinados a estudiantes y profesores: desde el ganado y la totalidad de la comida para el comedor, hasta útiles, utensilios, ropa y gasolina. Su rapacidad no tenía límites, llegando a apropiarse de gran parte —o de la totalidad— de los juguetes y alimentos que debían repartirse en Navidad. Julio se rodeaba de su grupo de «monos voladores» —esos cómplices necesarios que refuerzan y ejecutan las fechorías del perverso— para abastecer a su familia y vender el excedente. Su conducta es el vivo retrato del refrán: «Dime con quién andas y te diré quién eres», pues se rodeó de una estirpe similar para validar su propio ladronismo.
Incluso frente a las sedes de organismos de seguridad —lo que en España equivaldría a las dependencias de la Guardia Civil o la Policía Nacional—, la impunidad se manifiesta cuando un ciudadano sufre el robo de su vehículo aparcado en la misma puerta, sembrando la duda sobre la autoría del hecho. Pero la ratería escala también hacia la traición personal: desde el vecino hipócrita que roba el Wi-Fi, hasta aquel que se queda con objetos prestados como un martillo o un taladro. El refrán que reza «triste destino de un libro prestado: nunca devuelto, siempre maltratado» es solo un ejemplo de una lista de enésimos abusos donde el olvido es la herramienta del robo. Es la misma calaña de quien debe honorarios y, en lugar de pagar, se hace enemigo de su benefactor para eludir su deuda moral y económica.
Ya sea el cajero que factura de más, la hija o el hijo que vulnera la confianza para saquear las cuentas o la cartera de su padre, o el pasajero que en el transporte colectivo oculta con el pie la bolsa caída de una señora, el robo se disfraza de oportunidad. Al respecto, Benjamin Franklin señalaba que es sumamente difícil agradecer un favor; el ingrato olvida el beneficio —como el obsequio de un botellón de agua o comida— para no sentirse obligado. Ante esto, conviene recordar a Baltasar Gracián en El arte de la prudencia: debemos actuar en privado como si nos vieran en público. La integridad verdadera consiste en ser honrado aunque nadie nos vea. Estas anécdotas confirman que la decencia no reside en el traje ni en el cargo, sino en la solidez del espíritu. Donde quiera que hay un descuido, aparece un ratero, pues la ratería y el ladronismo, sin importar su maquillaje, han permeado todos los rincones de la convivencia.
«La honradez es siempre digna de elogio, aun cuando no reporte utilidad, ni gozo, ni gloria.»
— Marco Tulio Cicerón
Doctor Crisanto Gregorio León
Profesor universitario