La política en tiempos de René

3 de agosto de 2025
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Cuando estaba a solas, René navegaba entre la desolación de los pobres y la posibilidad de los estudios que, según don Servando, arrancaría de cuajo la pobreza

Los churros de doña Emilia fueron tomando notoriedad en los distintos barrios de Baeza. De tal manera que Manoli, la adolescente que se procuraba unas monedas, fue convocada para que ayudase a René en su distribución. Porque, como la señora Emilia sólo deseaba complacer y que todos desayunaran como si fueran familia, había abaratado los churros y puestos así al alcance de casi todos los bolsillos.

Los churros de la señora Emilia tenían poco que ver con la situación política que, a partir de 1914-15, se estaba viviendo en España. Faustino siempre decía lo mismo cuando se sentaban a la mesa.

-Nosotros nada tenemos que ver con la política.

Pero la señora Emilia no estaba de acuerdo en la opinión de su esposo, porque la política, añadía la señora Emilia, tiene que ver con el precio de la harina y del aceite y, sobre todo, de cómo iría a influir en René una clase de estudios frente a otra. Y cerraba la conversación:

-No se trata de que unos políticos sean mejores que otros, sino del bien o del mal que ocasiona al pueblo su ignorancia o sus intereses. No es igual, Faustino, —seguía sin cortar la hebra la señora Emilia en la plática familiar— que gobierne el conde de Romanones que don Eduardo Dato, los dos cojean a su manera de no entender lo que el pueblo necesita. Es muy difícil que nos defiendan aquellos mismos que nos ofenden.

Y la señora Emilia seguía runruneando contra todos aquellos que, a las claras, terminan desajustando a los que procuramos nobleza y justicia para los ciudadanos.

René sólo suspiraba delante de un plato de alubias con una pizca de morcilla y dos tomates abiertos con ajo y aceite, a modo de ensalada para mojar el pan, que no era tan escaso para ellos como sí lo era para muchos…

Aunque René, a sus años, no estaba en condiciones de medir las estrecheces ajenas, sí observaba con callado dolor, que muchos conocidos suyos, que hasta podían haber sido sus amigos, sólo tenían alpargatas los domingos, remiendos en las blusas o en las faldas de las niñas y una cierta tristeza en casi todos que no tenía nombre, porque sólo a las alegrías estamos acostumbrados a ponerles nombre; a las pesadumbres, se les bautiza con el llanto…

Cuando estaba a solas, René navegaba entre la desolación de los pobres y la posibilidad de los estudios que, según don Servando, arrancaría de cuajo la pobreza. Aunque el maestro, tan sabio, no había conseguido gran cosa. Pensaría René que cuando don Servando hablaba de esta manera, se estaba refiriendo a la sabiduría del conocer, que es la mayor riqueza.

Y este pensar de René estaba muy claro en las misas de los domingos. El domingo que el señor cura, por ejemplo, se refería a la multiplicación de los panes y de los peces, muchos se miraban entre sí como deseando que se volviera a dar entre ellos el milagro. A punto estuvo René de preguntarle al señor cura por qué decía esas cosas en tiempos de tanta necesidad, pero prefirió darle a sus amigos de iglesia unas castañas peladas y duras hasta que llegase otra multiplicación que los más pobres necesitaban.

Es cierto que René no entendía apenas de quien gobernaba o de qué podría pasar si otros tomaran las riendas del país. Para René, España entera cabía en Baeza, en sus calles embarradas, en sus amigos de escuela, en los juncos que traía de los arroyos para que muchos pudieran desayunar como él, con un vaso de leche de las cabras de la señora Reme, que Luisito medía en jarras a la puerta de las casas:

-No eches tanta espuma que luego en los vasos se queda la leche en nada… protestaban las madres con sus jarras en la mano.

Y Luisito, que conocía los estilos, tenía la santa paciencia de esperar a que bajase la espumilla mientras ordeñaba a las cabras que gemían como muchachas abandonadas.

En Baeza, como en todo pueblo que se precie, era de destacar el mentidero, parecido el que había en Madrid, en la Puerta del Sol. En él se discuten los pareceres, se muestran las influencias, se destacan las ignorancias. Al pasar por el mentidero que se aposentaba las mañanas en la Puerta de Jaén, una esquina de la fuente de los leones, los cencerros de las cabras obligaban a alzar la voz a seis o siete profesionales de los enredos políticos, que pronosticaban tiempos malos, peores si cabe que los que atravesaban, con guerras más extendidas, con tragedias multiplicadas más allá de España. En fin, decían algunos, si la política no es capaz de detener una guerra, la política termina siendo una estafa, un despropósito, un cántaro vacío. Como si llegase a su olfato de experimentados los humos de la pólvora, se detenían los paseantes sin mucho entusiasmo, pensando que peor que estaban era difícil estar, que muchas noches cenaban pan y aceitunas, cuando había pan; y tajadas de melón, si habían estado al sol subiéndolos al carro.

René pensaba para sus adentros que él no se iría de Baeza hasta aprender en la escuela y en los mentideros, en la leche de las cabras y en las gentes a los que llevaba cada semana los churros, cómo podría él contribuir a que la vida en su pueblo fuese distinta. Y el silencio de su pensamiento le quemaba como cuando se acercaba demasiado a la sartén grande donde su madre ponía en orden el redondel de la harina.

-¿La política, qué será eso de la política?, se volvía René a preguntar en silencio. Porque él estaba convencido de que, si tantos buscaban en la política acomodo, sería para mejorar la escasez de la cal que blanquea las casas; la del pan con aceite y queso y algunos chorizos de matanza para las familias enteras, que él veía delgadas por la insuficiencia. En fin, sin analizar demasiado, René consideraba que los políticos eran servidores, una especie de Reyes Magos, que pasaban todos los días del año por los portales de la necesidad… pero no –concluía a solas—, desde que regresaron de La Yedra, él no había visto mejoras en el paisaje ni cambios que justificaran un digno quehacer de los políticos. Por eso se entristecía sin aparente motivo y la señora Emilia no estaba en condiciones de interpretar sus rarezas:

-Anda, René, ayúdame a poner la mesa y no pienses tanto ni leas demasiado. No vaya a pasarte como a Don Quijote, según dicen, que se le secó el cerebro al ver que no podía cumplir en la vida con lo que había leído en los libros de caballería. Y se iba de un lado a otro, por los campos de La Mancha, con la espada en la mano.

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