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In memoriam de José Antonio y Susana, nobleza y sonrisa

Javier Viedma

Tengo la gran suerte de vivir, desde que me jubilé, en una preciosa aldea de Cantabria. Somos sólo 18 habitantes empadronados de los que 14 estamos jubilados y los otros son jóvenes y siguen trabajando.
Dos de nuestros vecinos nos han dejado en menos de un año. Eran matrimonio y vivían aquí , él desde hace algo más de veinte años, ella desde que se jubiló hace bastante menos.

José Antonio, que así se llamaba él, era un personaje muy curioso, de esos que no crees que puedan existir de verdad. Pero existen. Tenía José Antonio cuando murió el año pasado 77 años y al verle la primera impresión que te causaba era de bastante rechazo. Era bajito, muy muy delgado, con una barba larga gris, deslavazada. Siempre usaba gorro o gorra, dependiendo del ánimo de ese día. Estaba calvo y las ropas que llevaba eran viejas, aunque no andrajosas. Era todo un personaje. Al verle nadie diría que en su juventud se dedicó a la enseñanza. Fue profesor de matemáticas a los futuros ingenieros de la Escuela de Ingeniería Técnica de la Universidad de Santander. También daba clases particulares.

Publicó cientos de artículos en el diario Alerta (En aquella época no había otro remedio), escribió un libro.
Por cierto un día le pregunté si tenía un ejemplar de ese libro para leerlo yo y me contestó que los había regalado todos. No tenía ni una copia para él. Yo hice una búsqueda y localicé una copia en una librería de viejo de León, lo compré, lo leí y se lo regalé.

Tenía una habitación de la casa donde vivía llena, atiborrada de libros, amontonados, sin orden ni concierto, pero si le preguntabas si tenía determinado libro a los cinco minutos te lo traía y te lo prestaba. Él sí sabía dónde estaba cada uno. Tenía en la puerta de su casa, bueno apoyado en la casa de enfrente, un tablero de madera aglomerada, y un día ví que estaba completamente lleno de fórmulas matemáticas y cuando le pregunté por esto me contestó, simplemente, que era para entretenerse.

A los pocos días pasaron varios turistas andando y una de las mujeres se quedó mirando el tablero y me preguntó, mientras le vendía queso, que quién había escrito esas fórmulas matemáticas en ese tablero. Se lo expliqué.

Le pregunté si estaba bien y solo me contestó: asombroso.

Antes de irse me dijo que ella era profesora de matemáticas en la Universidad Complutense de Madrid. Además de la enseñanza se dedicó, un tiempo, a la construcción y a la pesca por afición. Y a vivir. Hace algo más de veinte años su mujer, Susana, de acuerdo con sus hijos decidieron que lo mejor era traerle a vivir aquí, a nuestra aldea, de donde era natural Susana.

Compraron una huerta y cultivaba de todo, desde hermosas patatas a deliciosas y jugosas lechugas, cebollas, alubias o lo que tocara en la época. Puso gallinas, conejos y algún animal más. No hacía falta pedirle huevos, él te dejaba una docena a la puerta de tu casa y ya está. Vivía con su mujer en una casa del pueblo, que para mayor curiosidad es la que llamamos la casa de la maestra.

El verano pasado empezó a sentir algunos dolores en un costado y tras muchos esfuerzos de la familia consiguieron llevarlo al médico a Santander.

Nos dejó el mes de agosto.

Su mujer Susana, era una señora con la que daba gusto pasar tiempo hablando, sobre todo oyendo su risa. Ella misma reconocía que había tenido una vida dura. Pero su sonrisa se contagiaba. Trabajó los últimos treinta años de cocinera en un colegio de monjas en Santander y sacó adelante a sus tres hijos. Cuando se jubiló se vino a vivir aquí, donde su marido, José Antonio, ya llevaba algunos años viviendo. A final del año pasado empezó a sentir algunas molestias y fue al médico a Valdecilla. Ayer nos dejó y se llevó su sonrisa.

Siempre los recordaremos con todo nuestro cariño.

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