El encuentro en Bruselas entre Salvador Illa y Carles Puigdemont trasciende el plano simbólico para situarse en el terreno de la estrategia. El president catalán ha optado por dar un paso que en apariencia normaliza relaciones con el líder de Junts, pero que, en la práctica, implica un reconocimiento implícito del papel central que el expresident sigue desempeñando en la política catalana y española. El hecho de que la cita se produjera fuera de Cataluña y bajo la sombra de la amnistía refuerza esa doble lectura: escenificación de diálogo para unos, y blanqueo político para otros.
La reunión también es significativa por su contexto temporal. El mismo día en que el Gobierno de Sánchez daba el pistoletazo de salida a los Presupuestos Generales, Illa viajaba a Bruselas para reunirse con quien tiene en sus manos parte del futuro parlamentario en Madrid. El calendario no es casual: la negociación presupuestaria obliga a todos los actores a mover ficha, y el gesto de Illa puede interpretarse como un movimiento táctico que intenta ganar confianza en Junts, o al menos evitar un bloqueo frontal en un momento decisivo.
Sin embargo, la frialdad del encuentro y la ausencia de resultados concretos muestran la dificultad real de ese acercamiento. Junts, a través de Jordi Turull, no dudó en calificar la cita de tardía e inservible, evidenciando que la predisposición del partido sigue siendo mínima. Para Puigdemont, verse con Illa puede tener un valor simbólico de rehabilitación —una “amnistía política” en términos de legitimidad—, pero no parece alterar su posición de fondo. La desconfianza hacia el PSC y el propio Sánchez sigue intacta.
La oposición, especialmente el PP, interpretó la reunión como una concesión peligrosa. Miguel Tellado la enmarcó en una supuesta estrategia de Sánchez de rendir pleitesía a Puigdemont para sobrevivir políticamente, insistiendo en la idea de que Moncloa está dispuesta a sacrificar la institucionalidad con tal de conservar el poder. Este relato conecta con una parte del electorado que ve la amnistía y los gestos hacia Junts como cesiones inadmisibles, y mantiene viva la polarización que ha marcado toda la legislatura.
Illa, en cambio, trató de presentar el encuentro como una apuesta por el diálogo y la convivencia. Su insistencia en que la amnistía es «plenamente constitucional, jurídicamente sólida y clave para la convivencia» busca reforzar el marco de legitimidad que el PSOE quiere proyectar sobre esta medida. Al pedir una aplicación rápida y sin bloqueos judiciales, Illa intenta también presionar a la judicatura y ganar terreno narrativo frente a quienes acusan al Gobierno de vulnerar la separación de poderes.
El simbolismo del lugar y la forma también pesan. No se produjo en el Palau de la Generalitat, sino en Bruselas, donde Puigdemont ha construido su relato de exilio y resistencia. Para el expresident, la foto tiene el valor de demostrar que su estrategia internacionalizada le sigue dando frutos: es él quien recibe al actual president en su terreno. Esa inversión de roles no es menor, porque reubica a Puigdemont como interlocutor imprescindible y refuerza su narrativa de que la “normalidad democrática” aún no ha llegado a Cataluña.
Desde el prisma de Illa, la reunión le sirve como carta de presentación tanto en Madrid como en Cataluña. Hacia Sánchez, se erige como puente útil en una negociación compleja; hacia el electorado catalán, se muestra como un líder capaz de dialogar incluso con su adversario más incómodo. No obstante, el riesgo es que ese gesto sea interpretado como un signo de debilidad: un president que legitima a un rival político que sigue en el extranjero y que nunca ha renunciado a su hoja de ruta independentista.
En definitiva, la cita entre Illa y Puigdemont ha sido más un acto de escenificación política que un avance real en el terreno práctico. Ambos obtienen réditos simbólicos —Puigdemont refuerza su papel de actor imprescindible, e Illa se presenta como garante del diálogo—, pero ninguno logra alterar el equilibrio de fondo. El choque entre las necesidades parlamentarias del Gobierno central y la desconfianza estructural de Junts seguirá marcando la relación. El encuentro en Bruselas abre un canal, pero sobre todo deja claro que la partida entre el PSOE y el independentismo se juega tanto en los pasillos de Moncloa como en el terreno simbólico que Puigdemont domina desde Bélgica.