EL INDULTO: Cuando la magnanimidad puede tornarse en despotismo

31 de agosto de 2022
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Francisco Javier de la Vega
Francisco Javier de la Vega

Hay instituciones jurídicas que se creían en desuso, o por lo menos, desprovistas de la relevancia social y mediática que ha adquirido en los últimos años, como lo es sin duda el indulto. Bien es cierto que esta medida de gracia nunca ha desaparecido del todo, y de hecho, se ha venido utilizando en todas las épocas y gobiernos de España en situaciones en las que (costumbre o ley no escrita) se tenía la sensación que la Justicia formal no iba a la par que la Justicia material. Normalmente fundado en razones humanitarias indiscutibles, o en la aplicación excesivamente rigurosa de la Ley, pero siempre en situaciones de evidente falta de culpa y seguidas de un evidente arrepentimiento.

Y es que a algunos de nuestros muy laicos gobernantes no les agradará reconocer (o incluso me temo que saber) que el indulto (etimologicamente de indulgentia) surgió en nuestras raíces sociopolíticas y jurídicas como una manifestación del perdón, en su sentido más cristianamente caritativo. Manifestación de la magnanimidad y perdón o clemencia del gobernante, en aras de la salvación del alma del reo. Origen y vínculo, como otras muchas instituciones jurídicas de nuestro malogrado ordenamiento jurídico, de la sacralización del Derecho y su acercamiento al poder político-eclesiástico.

En la antigua republica romana se practicó la condonación de ciertas penas menores, previa consulta a la asamblea popular, pero sin ser una verdadera institución. Es realmente entre los siglos IV y VI d.C, una vez abrazado el cristianismo por el empredaor Constantino (272 a 373 d.C.) que se utiliza la indulgentia principis como manifestación de la compasión cristiana y el anhelo por la salvación del alma del reo. Es en la Pascua del año 367 cuando se tiene la primera constancia de una verdadera amnistía, que progresivamente se convierte en consuetudo (costumbre), con la concesión de indulgencias a condenados durante la celebración de la Santa Pascua, basadas en criterios aparentemente arbitrarios y discrecionales del Princeps.

El beneficio para el gobernante era doble: por un lado, servía de compromiso y reflejo de las nuevas corrientes filosóficas de origen helenístico acerca de la funcion disuasoria de la pena severa (la llamada pedagogía del terror); por otro,  se daba acogida a las corrientes que abogaban por una función reeducadora de la condena. La utilidad para el Princeps era, además,  mostrar su carácter magnánimo y humano, y acallar así las frecuentes pero infructuosas voces sobre su excesivo poder, o incluso tiranía. Perdón sí, pero con un fin político personal del emperador, en un alambicado equilibrio entre auctoritas y obsequium.

En la legislación impulsada por el emperador Justiniano (482 a 565 d.C), la indulgentia Princeps pasa a tener una verdadera regulación, unos criterios para su concesión y unas premisas que debía reunir el reo candidato a la medida de gracia. A veces, se manifestaba esa indulgencia en la substitución de la pena corporal o de muerte por otra más acorde con la humanitas, como podía ser el exilio. Todo ello, para lograr una salvación del alma, una renovación en el terreno ético del condenado, pero también como herramienta de una pretendida cohesión social en conjunto.

Pero esa aparente discrecionalidad contaba con sus límites y presupuestos inexcusables: el arrepentimiento inexorable del condenado, y la certeza de que, gracias al indulto, el sujeto no volvería a delinquir. De ser así, y reincidir el agraciado, se beneficiaría de una indeseada impunidad, a la que inexorablemente le sucedía la mayor de las penas: la condena a muerte. Por lo tanto el indultado recibía el perdón, pero en cierta forma quedaba éste, además de comprometido con su arrepentimiento y reparación del daño o enmendatio, condicionado a no volver a delinquir. Solo así se perseguía su fin, que no era otro que la salvación de su alma desde una óptica humanista y religiosa.

Al mismo tiempo, el indulto se justificaba a sí mismo precisamente por su infrecuencia, su total imprevisibilidad, como contraposición a una cierta esperanza secuencial de que tras el delito podría venir su perdón. De forma perfectamente compatible, se instaura el indulto pascual, de forma periódica como acto imperial, y acompañado de una escenificación completamente litúrgica. Su propia finalidad era contraria a cualquier oscurantismo u opacidad.

Han trascurrido 1.600 años desde aquello, pero sorprendentemente, y salvo excepciones casi anecdóticas, los distintos sitemas políticos que se han sucedido en España y en otros países de tradición jurídico romana, han mantenido los principios esenciales del indulto (recordados además recientemente por el Tribunal Supremo español con motivo del indulto a los condenados por el intento de secesión catalana):

  • El arrepentimiento, unívoco, expreso y público del condenado
  • La certeza indubitada de que el indultado no volverá a delinquir.

No faltará quien diga que “el derecho está en constante evolución”, que “los tiempos han cambiado” como para seguir fielmente una institución tan arcaica. Pero lo cierto es que la Historia demuestra que las figuras, usos y costumbres jurídicas que perviven durante siglos no pueden (aún deseandolo fervientemente el gobernate de turno) ser erradicadas por una simple voluntad de su auctoritas, si tras ella no existe una pareja base de pensamiento, cultural y social que la respalde.

De lo contrario, la indulgencia se convierte en un acto despótico.

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