Hay una frase que resume muchas invitaciones actuales: “si no hay pisto, no asisto”. Más que una broma, se ha convertido en una norma social. El alcohol ha pasado de ser un acompañante ocasional a ocupar el centro de las celebraciones. Y en ese desplazamiento silencioso hemos ido perdiendo algo esencial: el sentido profundo de reunirnos, de celebrar y de compartir.
Vivimos en una cultura claramente alcohocéntrica. Aunque el término no figure en el diccionario, describe con precisión una realidad cotidiana: reuniones, fiestas y eventos donde el alcohol es casi obligatorio. Beber se interpreta como sinónimo de diversión, de desinhibición y de pertenencia. No hacerlo, en cambio, puede significar quedar fuera, ser mirado con extrañeza o incluso sufrir una forma sutil de discriminación social.
Esta presión es especialmente fuerte en los jóvenes. Muchos primeros consumos no nacen del deseo, sino del miedo a no encajar. El alcohol se convierte así en una felicidad artificial, una chispa química que sustituye a la conversación, al encuentro real y a la alegría compartida. Pasamos de hablar a confesar, de reír a olvidar, como si el silencio sin copa fuera insoportable.
El problema no es solo sanitario, aunque la dependencia y sus consecuencias estén ahí. Es también cultural y emocional. Hemos aprendido a celebrar anestesiándonos, a reunirnos sin mirarnos de verdad, a llenar con ruido lo que podría ser presencia. El alcohol deja de ser medio y pasa a ser fin, según el Diario de Chihuahua.
Este fenómeno se vuelve aún más evidente en celebraciones con un origen profundamente simbólico, como las fiestas navideñas. La cultura cristiana, más allá de la fe personal de cada uno, ha sido una de las grandes matrices de nuestra civilización occidental. La Navidad no es solo una fecha del calendario: es la conmemoración del nacimiento, de la esperanza, del encuentro entre lo humano y lo trascendente.
Tradiciones como las posadas, nacidas para recordar el camino de María y José en busca de acogida, tenían un sentido comunitario, narrativo y espiritual. Procesiones, cantos, comida compartida y símbolos que recordaban a quién y por qué se celebraba. Hoy, muchas de esas “posadas” han perdido su significado. Se vacía la palabra de contenido y se llena la mesa de botellas.
Para evitar incluso el término Navidad, se habla de “felices fiestas”. ¿Fiestas de qué? ¿De quién? Parecen felices porque el alcohol fluye, pero ya no sabemos qué estamos celebrando. El escritor Leonardo Padura hablaba recientemente de un cansancio histórico. Tal vez ese cansancio también se manifiesta aquí: hemos dejado el pesebre abandonado y lo hemos sustituido por una copa.
Recuperar el sentido no implica prohibir ni moralizar. Implica recordar. Volver a preguntarnos por qué nos reunimos, qué celebramos y a quién festejamos. Tal vez entonces el alcohol deje de ser el protagonista y vuelva a ocupar, si acaso, un lugar secundario. Donde nunca debió dejar de estar.