‘Cautiverio’ o la herida de poseer la belleza

17 de junio de 2025
3 minutos de lectura
'Cautiverio' de Antonio Moleón.

Todo lo bello en este mundo nace y florece con la condición de no ser poseído

El arte encuentra su sentido cuando abre los ojos del ama de quien lo contempla. Hay pinturas que no solo se miran: se sienten. Cautiverio, del pintor Antonio Moleón, es una de estas. Representa el cuerpo desnudo de una mujer acostada de lado, vista de espaldas. La escena, en un primer instante, parece pacífica, incluso serena. Pero de pronto, la mirada descubre que sus manos están esposadas. Esa belleza dormida, que podría ser libertad, está atada. Y el título del cuadro, Cautiverio, lo nombra con una palabra que corta como la arista de un diamante: la belleza está prisionera.

No es el cuerpo lo que estremece en esta imagen. Ni siquiera la desnudez, ni el deseo que pueda suscitar. Lo que duele es sentir que tanta belleza que debiera ser contemplada y amada, ahora ha sido encadenada. El gesto que pudo ser de amor se ha convertido en control. La caricia que pudo deslizarse por su cuerpo son ahora garras que cierran grilletes. El misterio ha sido reducido a objeto.

Y es así porque todo lo bello en este mundo nace y florece con la condición de no ser poseído. La flor lo sabe: si alguien la arranca, muere. La música lo sabe: si alguien intenta detenerla en el tiempo, se desvanece. La belleza es como el vuelo de un pájaro o el reflejo de la luna en el agua. Basta querer atraparla para que se desvanezca entre los dedos.

Juan Ramón Jiménez, que comprendió como pocos el alma de las cosas, lo dijo con la exactitud de un diamante:

“No la toquéis ya más, que así es la rosa.”

La advertencia del poeta no es metafórica: es un acto de compasión, un gesto de sabiduría. Así es la rosa, entera, perfecta, misteriosa. Solo mientras no se toca, pues en el momento en que alguien la arranca, ya no es rosa: es un cadáver hermoso, que empezará a marchitarse. Esa es la paradoja nuclear de la belleza: no se puede tener. Solo se puede amar.

Y como la belleza, el amor verdadero, como nos recuerda Erich Fromm en su libro Tener o ser, no se funda en la posesión, sino en la entrega, en la atención plena, en el respeto profundo al ser del otro. «El deseo de poseer brota del miedo a perder», escribió. Y ese miedo es, en última instancia, el que convierte al amante en carcelero.

Cautiverio, entonces, no es solo el título de un cuadro: es el nombre de un drama humano. El drama de quienes confunden el deseo con el derecho, y el amor con la propiedad. La prisionera del cuadro, luminosa y expuesta, encarna esa contradicción: su desnudez podría ser libertad, pero está encadenada. Su cuerpo, que podría ser un canto a la belleza, ha sido encerrado en una jaula de manos.

Rainer Maria Rilke, el poeta del alma que escucha, escribió:

«La belleza no es sino el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar.»


Terrible no por oscura, sino por inabarcable. El amor cierto por lo bello siente una mezcla de adoración y de impotencia. Comprende que lo más hondo no puede tocarse sin herirlo, ni tomarse sin perderlo.

El budismo ha insistido, desde hace siglos, en esta misma verdad. Enseña que el apego, el deseo de poseer, de retener, de asegurar, es la fuente principal del sufrimiento humano. Frente a ello, propone la vía del desapego, que no es indiferencia, sino amor sin cadenas. Quien contempla una flor sin querer arrancarla, quien escucha una melodía consciente de su fugacidad, está más cerca de la libertad.

La conciencia nos grita que el alma humana solo puede acercarse a lo bello desde la humildad, que no somos dueños de nada. Que el amor es cuidado, no captura. Que la contemplación es más profunda que el dominio.

Y sin embargo, vivimos en una época obsesionada con poseer. Poseer cuerpos, imágenes, paisajes, instantes. Todo se convierte en objeto de consumo. También la belleza. También el amor. En este contexto, el cuadro de Moleón actúa como una herida: nos muestra el resultado de esa posesión convertida en prisión. Nos dice que, incluso cuando algo parece calmo, la violencia puede estar oculta en un gesto, en una intención.

¿Qué habría sido distinto si esa mujer no estuviera esposada? Tal vez nada en su forma. Pero todo en su ser. Porque no hay mayor diferencia que la que separa lo ofrecido de lo obligado. La flor que se entrega al sol y la que se marchita en un jarrón no son la misma flor. El cuerpo amado y el cuerpo poseído no son el mismo cuerpo.

Cautiverio se convierte en un espejo de nuestras propias contradicciones. Y la palabra de los poetas, en una brújula que nos devuelve a lo esencial: mirar sin tomar, amar sin encadenar, dejar ser.

Porque la belleza, como la rosa, solo vive mientras es libre.

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