JOSÉ ELADIO CAMACHO
A Marisa Garvia. Ilustración Rafael Bonacasa
Aquella mujer permanecía impasible en su mesa. El bullicioso escándalo de la clientela no le apartaba de su objetivo, que era ninguno. Ya estaba allí cuando llegamos y se quedó en el mismo lugar cuando nos fuimos.
Nos observaba tétricamente, con seriedad no fingida, sin poder determinar la causa de su interés. El resto simulábamos no verla, pero sin duda determinaba nuestra conducta, que perdía su naturalidad.
A veces distraídamente, y con cualquier pretexto, me situaba a su lado. Ella abstraída no parecía darle importancia.
A ese o a cualquier otro efecto no se inquietaba en absoluto. Intuí un block de notas, embarrado con un lenguaje ininteligible y tan difícil de descifrar como sanscrito antiguo.
Costaba imaginar qué pensaría de lo que sucedía a su alrededor y de qué forma lo acabaría fijando en su impía hoja. Fijos en ella todos procurábamos pasar desapercibidos no fuera que nos inmortalizara en cualquiera de sus notas o que acabara revelando algo de nosotros que debería permanecer oculto.
Insensato, y tan imprudente como un catador de venenos, bajo el temor de todos, un individuo normalizado se acercó a ella y con mano extendida le entregó lo que parecía ser un óbolo o moneda.
Pensamos, entonces, que tal vez sería la recaudadora de Caronte ofreciendo el boleto para el último viaje. Ella afectuosamente, y de vuelta, con franca sonrisa le entregó un décimo de la Once.