Bad Bunny, Calle 13 y la globalización de la cultura pop antiestadounidense

11 de diciembre de 2025
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Bad Bunny / Europa Press - Archivo

La rebeldía se volvió rentable, el mensaje se integró al mercado y el agravio se amplificó a escala global

A lo largo de cinco décadas, figuras influyentes de la música latinoamericana han convertido la música popular en plataforma de activismo ideológico. La salsa de protesta de los años setenta evolucionó hacia el reguetón digital contemporáneo de tono “woke”. En todo ese trayecto persistieron narrativas de antiestadounidensismo, romanticismo marxista y agravio cultural. Las letras, los videoclips y las declaraciones públicas de estos artistas tejen un hilo continuo que reproduce la retórica revolucionaria de La Habana, Caracas y otros centros de influencia autoritaria.

Lo que nació como rebeldía artística se transformó en instrumento sofisticado de poder blando cultural, capaz de moldear percepciones globales sobre Estados Unidos. Esta corriente redefine normas morales, influye en las generaciones jóvenes y comunica más mediante ritmo e imagen que mediante argumentos racionales.

En medio siglo ha emergido una nueva forma de comunicación ideológica en la música popular latinoamericana. Sus principales exponentes poseen un alcance global comparable al de líderes políticos. Este estudio analiza cómo Rubén Blades, Calle 13 y Bad Bunny incorporan narrativas antiestadounidenses y neomarxistas en su obra. Al mismo tiempo, la prensa occidental los exalta como innovadores culturales y voces morales.

El trabajo, basado en análisis político-cultural y literatura sobre poder blando y propaganda en el entretenimiento, concluye que estos artistas ejemplifican la conversión del arte en activismo y de la disidencia en identidad de marca. Al fusionar simbolismo revolucionario con espectáculo comercial, transformaron la música latina en mensaje y mercado simultáneamente. El resultado es la erosión de la gratitud cívica y normalización de la hostilidad ideológica hacia Estados Unidos.

En última instancia, la obra de estos artistas se inserta en un continuo geopolítico que va de la solidaridad cultural con La Habana en la Guerra Fría al populismo digital presente. El entretenimiento se convierte en uno de los medios más eficaces mediante los cuales regímenes autoritarios exportan narrativas, no por imposición militar, sino mediante la seducción del ritmo.

Importancia

Cuando plataformas globales de entretenimiento glorifican el resentimiento hacia Estados Unidos, normalizan ideologías afines a regímenes que socavan libertades y reprimen la disidencia. Entender cómo música, medios y poder político interactúan dentro de esta red hemisférica de influencia cultural es fundamental para proteger la libertad de pensamiento.

Desde la salsa setentista hasta el reguetón actual, la música latina ha sido más que entretenimiento. Ha funcionado como vehículo de identidad, protesta y, cada vez más, comunicación ideológica. Lo que empezó como expresión cultural de lucha social terminó siendo plataforma para difundir narrativas explícitamente políticas, con frecuencia hostiles al orden democrático liberal que representa Estados Unidos. La música se convirtió en espejo y mensajero. Fue banda sonora del agravio, la rebeldía y la reprogramación ideológica.

Durante la Guerra Fría, Cuba entendió primero el poder del arte como propaganda. Instituciones como la Casa de las Américas o el ICAIC difundieron un mensaje antiimperialista envuelto en ritmo. Redefinieron la identidad latina mediante lentes ideológicos y sustituyeron la admiración por la prosperidad estadounidense por resentimiento cultural. De esa matriz surgieron movimientos como la nueva trova, con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, que romantizaron la insurgencia y vilipendiaron a Estados Unidos como origen de las desigualdades hemisféricas.

En los setenta y ochenta el modelo se expandió. Nicaragua elevó a músicos sandinistas como Carlos Mejía Godoy. Chile convirtió a Víctor Jara y Quilapayún en símbolos del martirio marxista. La estética de protesta atravesó el continente. La disidencia se volvió mercancía internacional. El legado sobrevivió incluso tras la caída soviética y se reconfiguró como capital cultural para la izquierda posmoderna.

En la era pos-Guerra Fría, el socialismo perdió terreno en Europa, pero encontró refugio en la cultura. Las antiguas narrativas antiestadounidenses pasaron del panfleto al videoclip. Calle 13, Bad Bunny y otros herederos de esta tradición reciclan el resentimiento marxista en estética digital “woke”. El ritmo cambió, pero la tesis permanece, que Estados Unidos es opresor; la rebeldía cultural es liberación.

Medios como CNN, The Guardian o Rolling Stone amplificaron esta lectura, presentando a estos artistas como voces auténticas de “resistencia”. Detrás del espectáculo, sin embargo, se articula un ecosistema hemisférico de influencia cultural promovido por el eje Castro–Chávez–Maduro. El arte, antes espontáneo, opera como instrumento estratégico de poder blando. El ritmo del agravio se convirtió en ritmo geopolítico.

Rubén Blades

Rubén Blades inauguró la genealogía moderna de la música de protesta latinoamericana. Abogado formado en Harvard, actor y músico, convirtió la salsa en una forma sofisticada de militancia ideológica. Su “salsa intelectual” fusionó marxismo, teología de la liberación y antiimperialismo.

En los setenta, con Willie Colón, alcanzó enorme influencia. Álbumes como Siembra y temas como Tiburón representaron a Estados Unidos como depredador hemisférico. Buscando América acusó al capitalismo estadounidense y a la política de la Guerra Fría de las heridas del continente. Sus conciertos de La Habana a Buenos Aires consolidaron su figura como trovador del descontento.

Blades también incursionó en política. Fundó un partido de izquierda en Panamá, compitió por la presidencia y elogió los proyectos bolivarianos de Chávez y Morales. Aunque luego moderó su postura, sus discursos replicaron por décadas la teoría de la dependencia y presentaron la prosperidad estadounidense como fruto de la subordinación latinoamericana. Su prestigio intelectual legitimó estas ideas entre las élites culturales y abrió el camino a artistas posteriores.

Calle 13

El debut político de Calle 13 llegó en 2005 con Querido FBI, tras la muerte del guerrillero independentista Filiberto Ojeda Ríos. La canción denunció a las autoridades estadounidenses y glorificó la militancia separatista. Su verso más polémico: “hoy me disfrazo de machetero y esta noche voy a ahorcar a diez marineros”. Este sintetizó el extremismo simbólico del independentismo radical.

El problema moral es la letra, que aparece en un contexto donde marineros estadounidenses fueron realmente asesinados por grupos separatistas armados, como ocurrió en el ataque de 1979 en Sabana Seca. Romantizar esa violencia convierte tragedias reales en estética de protesta.

Residente, líder de Calle 13, reforzó esa línea con acciones públicas. Actuó en eventos patrocinados por gobiernos de Cuba y Venezuela, apoyó la liberación de Oscar López Rivera, justificó la salida de la Marina de Vieques y adoptó posturas antiisraelíes. Su plataforma musical se transformó en marca ideológica transnacional donde música, activismo y retórica tercermundista convergen.

Bad Bunny

Bad Bunny continúa y amplifica la tradición. Su discurso combina agravio antiestadounidense, retórica decolonial y señalización LGBTQ+. Lo hace mediante videoclips provocadores, mensajes políticos en horario estelar, estética performativa y simbología separatista.

Afilando los Cuchillos convirtió el malestar social en banda sonora de protestas. Yo Perreo Sola explotó la política identitaria visual. El Apagón atacó privatizaciones y desplazamiento, apoyado por un mini-documental. Su residencia en el Choliseo incluyó invitados con alto contenido simbólico y funcionó como espectáculo ideológico.

El uso recurrente de la bandera de triángulo azul celeste, símbolo histórico del independentismo, refuerza esa agenda. También lo hace su empleo de la pava, elemento agrario con asociaciones nacionalistas y socialistas. Todo ello convierte su puesta en escena en un espacio híbrido: parte concierto, parte manifiesto político.

Difumina deliberadamente género y sexualidad en escenarios masivos. Sus actuaciones, celebradas como ruptura de tabúes, forman parte de la programación de entretenimiento familiar. El riesgo para espacios como el Super Bowl es evidente: la búsqueda de provocación desplaza la responsabilidad cultural y erosiona el horizonte moral de los más jóvenes.

Preservar decencia no implica censura. Implica responsabilidad cívica en medios, patrocinadores y educadores. La libertad expresiva no debería convertirse en licencia para degradar la dignidad.

  • Redes, financiamiento y gestión

La carrera de Bad Bunny opera bajo Rimas Entertainment, empresa fundada por un exviceministro venezolano de la era Chávez. Aunque existe esta conexión histórica, no hay evidencia que vincule su operación actual con financiamiento del régimen de Maduro. El dato, sin embargo, ilustra cómo la infraestructura cultural puede entrelazarse con trayectorias políticas.

  • Marco ideológico

El fenómeno no puede entenderse sin dos fuerzas convergentes. Primero, el marxismo cultural, heredero de Gramsci y la Escuela de Frankfurt, que busca transformar valores antes que economías. Su objetivo es conquistar la cultura, modificar lenguaje, estética y moral para erosionar pilares de Occidente sin recurrir a la violencia.

Segundo, el capitalismo woke. Las corporaciones globales adoptan el discurso progresista, lo convierten en mercancía y neutralizan su potencial disruptivo. La disidencia se vuelve marca; rebeldía, producto; activismo, campaña publicitaria.

Bad Bunny encarna esta fusión, ya que su imagen antisistema prospera en plataformas creadas por el capitalismo que critica. La indignación se vuelve moneda. La estética de resistencia, negocio. El artista es predicador y producto a la vez; misionero y mercancía.

Asimismo, la música latina contemporánea no es anomalía. Es el desenlace lógico de un proceso en el que marxismo cultural y capitalismo woke se aliaron para convertir el arte en arma ideológica y la disidencia en estilo de vida. Desde Blades hasta Bad Bunny, la protesta se profesionalizó. La rebeldía se volvió rentable, el mensaje se integró al mercado y el agravio se amplificó a escala global.

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