Birretes, togas y puñetas

29 de enero de 2024
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Imagen de la mano de un juez, con la toga negra que visten en las vistas orales.| Fuente: Europa Press.
RAFAEL FRAGUAS

Impartir justicia es una tarea llena de responsabilidad. Tanta, que puede transformarse en irresponsabilidad, sobre todo, si los jueces olvidan que su poder sancionador procede de la sociedad, no de ellos mismos. Y si, además, el togado no refrena sus pulsiones personales, ideológicas o políticas, el daño que puede causar resulta ser inconmensurable. La imparcialidad es la condición esencial de su cometido. Birrete, toga y puñetas, los tres atavíos de la vestimenta judicial, definen la tríada que habrá de observar quien se eleva a la tarea de enjuiciar: inteligencia, corazón y decisión; instrucción, ponderación y sentencia; escucha, análisis y resolución. Tres trilemas necesarios y suficientes. Y todo ello desprovisto de pasión para garantizar la objetividad del fallo.

Lo malo es que este esquema triádico, rara vez se da en algunos casos significativos. Los jueces, en España, se configuran al modo de un colectivo con rasgos percibidos socialmente como endogámicos, que rara vez escucha el sonido que procede de la sociedad al que el artículo tercero del Código Civil remite y les obliga a tener siempre en cuenta. Claro que el Código Civil fue promulgado por el Poder Legislativo depositario, en sus representantes electos, de la soberanía nacional, cualidad que algún togado hoy en escena parece olvidar.

Cada vez es más fuerte la tendencia a lo que los anglosajones llaman el catch all, que viene a ser una irresistible pulsión para atraparlo todo. En el caso de algunos jueces atrapalotodo, pareciera que quisieran ellos solos definir delitos, cuando no inventarlos, esto es, legislar, así como asumir funciones políticas ejecutivas, suplantando a los otros dos poderes sobre los que teorizara, desde una concepción también triádica y separadora, el ilustrado jurista Señor de la Brède y barón de Montesquieu, Charles Louis de Secondat (1689-1755).

No. No puede ser. El juez no legisla sino que aplica las leyes. Y las leyes no las crea él. Las crean los legisladores, los representantes electos del pueblo. El poder judicial ha de cohonestarse con el de los legisladores y el de los políticos, estos igualmente electos en las urnas, condición de la que los jueces carecen, si bien reciben un mandato de la sociedad para desplegar su importante función neutral. La armonía de esos tres poderes ha de ser la meta de toda democracia ya que, precisamente, la democracia es la savia que irriga a los tres y el lenguaje común que los engarza y que les permite entenderse entre sí.

Delitos inventados

Un juez no puede inventarse un delito. Es una aberración. Me recuerda aquel caso de un colegial de mi época que, apurado por la urgencia de la confesión y la necesidad de mostrar al confesor pecados de los que en verdad carecía, inventó el pecado olfativo porque decía haber olfateado una prenda femenina. Otra aberración, gramaticalmente sutil pero rotundamente tajante, es aquella en la que un juez determinado transita entre los verbos acusar y acosar. La distinción es enorme, pero en su expresión terminológica, apenas se percibe la diferencia entre la u y la o. Acoso precisamente se daba por parte de los fiscales del infausto Tribunal de Orden Público, engendro judicial típicamente fascista que duró 13 años en activo: 50.714 personas afectadas, 9.146 procesados, el 70% de ellos obreros, el resto estudiantes; 3.890 sentencias, las tres cuartas partes de ellas condenatorias, con un total de 11.958 años de prisión, según ha documentado el juez Juan José del Águila.

Desde la endiablada jerga pseudojudicial, los fiscales preguntaban a los obreros y estudiantes encausados arbitrariamente por la Policía franquista frases del estilo de: “¿No es más menos, menos más, más menos cierto que, en la noche de autos, Usted arrojó cientos de panfletos desde la boca del Metro de Callao…”. El acusado respondía, no. Entonces, el fiscal resumía: “más menos, menos más, más menos cierto” significa sí. Y al revés.

También en la misma etapa, era causa de celebrado cachondeo un caso muy especial: anualmente, pastores vascos y navarros convocaban en Pamplona un concurso de irrintzis. Eran los gritos de enorme agudeza con los que los zagales congregaban sus rebaños. Bien, pues por orden de las autoridades y bajo amenaza de juicio, antes de los concursos anuales se exigía a los irrintizis presentar por escrito la letra de lo emitido por el grito, habida cuenta del peligro que podría implicar, entonces, el habla pública en lengua vasca. Los pastores presentaban pues una decena de folios con una sola letra: “i,i,i,i,i…indefinidamente”.

Igualmente, causaba no ya sarcasmo, sino indignación, aquella acusación, a la sazón frecuente, de la que hablaba el recientemente fallecido Profesor e Historiador del Pensamiento filosófico español, José Luis Abellán, sobre su detención bajo la dictadura y su comparecencia ante el juez, al haber sido hallado en su domicilio un ejemplar del periódico comunista Mundo Obrero. “Fui acusado de no haberme denunciado a mí mismo, ante la Policía y ante los jueces, de que obraba en mi poder un periódico ilegal”, comentaba con perplejidad y cierta sorna. La acusación le acarreó una condena a dos años de prisión, si bien la muerte de un Papa impidió que la cumpliese, al decretarse un indulto.

Anomalías

Hoy, afortunadamente, las conductas judiciales digamos anómalas, son de diferente naturaleza. Por ejemplo, estamos asistiendo a la invención de un delito de terrorismo donde no aparece arma alguna o explosivo, ni, sobre todo, lesionados, heridos o muertos. Sin tales requisitos probatorios, algunos jueces se lanzaron en su día a esgrimir que se había producido un golpe de Estado e invocaron delitos de sedición y otras ingeniosas imaginaciones. Ahora se invoca terrorismo. Como cada cual sabe, si no hay cadáver, no hay homicidio y mucho menos, asesinato. Y si no hay armas, ni explosivos, ni daños físicos, no puede existir terrorismo, ni sedición, ni golpe de Estado. Quizá otro tipo de delito pueda darse, más nunca el del crimen por terror. Pero la imaginación de algunos jueces es tan libre como peligrosa, en casos como éste. Tanto como para aproximarles a las pantanosas y movedizas tierras de la prevaricación, la mayor de las faltas en las que puede incurrir un juez, ya que consiste en emitir sentencia a sabiendas de que es injusta.

Tales son algunos de los efectos del olvido de aquellos trilemas enunciados al comienzo de este escrito. Si prospera la pasión, la ideología propia o las pulsiones políticas personales del fiscal que instruye o del juez que juzga, la aberración jurídica y la injusticia de sus sentencias están aseguradas.

Desde luego, lo hasta ahora descrito concierne a casos limitados, circunscritos a hechos concretos. Hay muchos, muchísimos jueces que mantienen en su puesto el birrete de la cordura, la toga de la sociabilidad y las puñetas de la valentía a la hora de decidir una sentencia. Afrontan con aplomo la ardua tarea de decidir, siempre en busca del equilibrio entre la justicia y la equidad, Pero, como sucede casi siempre en todos los colectivos, unos pocos titulares dañan el prestigio profesional de sus pares y proyectan la sospecha de la parcialidad y la injusticia, cuando estos pocos parecen proponerse hundir a un partido político determinado que no les gusta, una ley que se niegan a aplicar, un Gobierno al que abiertamente desdeñan o una persona que discrepa de la falta de imparcialidad que exhiben esto es, contra lo que toda persona sensata les exige.

Tretas irresponsables

Nadie niega que existan tretas políticas, incluso leguleyas, así como argumentos falaces utilizados por algunos políticos aviesos para impedir que de sus actos puedan deducirse conductas tipificadas como ilegales. Hay mucho pseudo-político sobrado y suelto, que disfruta jugando al ratón y el gato con fiscales y jueces, poniendo en peligro la convivencia de todos mediante la gestión irresponsable e impolítica de sentimientos tan nobles y respetables como el del amor a la patria chica o a la patria grande. Legítimo es, igualmente, aspirar a dotarse de mejores condiciones de vida política en clave federal o estatal. Pero, para impedir y atajar la jactancia de los que tan irresponsablemente aventan estas aspiraciones, serán precisas la astucia, la prudencia y la ética, a veces, incluso la magnanimidad del perdón o la amnistía, coordenadas todas que aseguran siempre la victoria de la sensatez y la eficacia de la política por sobre toda otra dimensión de la actividad pública.

Legisladores, legislen; jueces, apliquen imparcialmente las leyes; y políticos electos, decidan. Entiéndanse entre Ustedes a base del respeto y del diálogo. A los opositores hay que exigirles que dejen de insultar, porque cada insulto que profieren es una ofensa contra todos nosotros. A los decisores, es preciso pedirles que nos expliquen el alcance y el porqué de las medidas que adoptan. Y a todos los que estamos inmersos en la vida social, hemos de demandarnos participar políticamente no solo con el voto sino con la atención incesante a lo que se hace en nuestro nombre, mediante la información contrastada y probada de los medios fiables, aquellos que distinguen claramente entre información y opinión.

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