En el convulso teatro de la comedia humana, solemos confundir los términos «tonto» e «idiota» como si fueran sinónimos de una misma carencia. Sin embargo, desde la observación psicológica y el análisis de la conducta, existe un abismo que separa ambos estados, un abismo que transita de lo puramente cómico a lo profundamente trágico. Ambos habitan el territorio de la estulticia, ese concepto clásico que define no solo la ignorancia, sino la necedad vana; una ceguera del espíritu donde el individuo se deleita en su propio error, perdiendo la capacidad de distinguir lo esencial de lo trivial.
El tonto es, en esencia, un actor de reparto que ha olvidado sus líneas. Su falta de malicia o su lentitud de juicio lo exponen a situaciones ridículas, pero hay en él una suerte de pureza. El tonto yerra por distracción; su caída suele despertar la risa indulgente. Hay una tragedia leve en su figura: la del que intenta, infructuosamente, descifrar un código que le es ajeno, provocando en nosotros una mezcla de ternura y perdón.
El idiota, por el contrario, nos introduce en un escenario puramente kafkiano. Como en El Proceso, el idiota se mueve en una estructura de leyes que solo él cree comprender, golpeándose contra muros invisibles con una solemnidad aterradora. Para el idiota, la realidad es una burocracia inexpugnable donde él se siente el único funcionario eficiente. Es aquí donde surge lo tragicómico: la seguridad absoluta con la que camina hacia el precipicio. En este punto, como advertía Franz Kafka, se alcanza un lugar donde ya no hay retorno; ese es precisamente el punto al que el idiota llega sin siquiera notarlo.
En la práctica clínica, observamos que el idiota presenta una estructura donde el espíritu se cierra a la realidad. Las cadenas de su propia suficiencia lo vuelven refractario a la experiencia, convirtiendo su existencia en un laberinto de errores que él percibe como victorias estratégicas. La tragedia no es la falta de inteligencia, sino la ausencia total de la autocrítica en un juicio eterno donde el protagonista nunca llega a entender de qué se le acusa.
Comprender esta diferencia es vital en una sociedad que a menudo premia la estridencia del idiota sobre la humilde torpeza del tonto. Reconocer nuestra propia «tontedad» nos hace humanos y nos permite aprender; sucumbir a la idiotez nos aísla en una tragicomedia de errores sin fin.
«Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda.»
— Martin Luther King Jr.
Doctor Crisanto Gregorio León
Profesor universitario